Mujeres fuera de serie

La mujer fiel a la tierra

Saladina Fernández, que acaba de cumplir 90 años, es una de las valiosas mujeres del rural gallego, incansable trabajadora y madre

Saladina Fernández, junto a dos de sus perros, en la puerta de su casa en Salvatrerra.

Saladina Fernández, junto a dos de sus perros, en la puerta de su casa en Salvatrerra. / R.G.

Amaia Mauleón

Amaia Mauleón

Si uno se asoma a la casa de Saladina en la parroquia de Arantei (Salvaterra) a las 8 de la mañana, probablemente la encuentre dando de comer a las gallinas o agachada en la huerta cuidando los tomates o las patatas. Tampoco lo será cruzársela por las corredoiras a las 8 de la tarde con la azada al hombro o llevando de vuelta a las ovejas al redil. Siempre con su fiel perro Bisbal siguiéndole los pasos. Siempre. Llueva o haga un calor de espanto.

Quizás, al que lea estas líneas no le parezca algo extraordinario. Pero lo es. Saladina Fernández Bargiela acaba de cumplir 90 años y lleva toda la vida trabajando. Ella es una de nuestras mujeres del campo que han sacrificado su vida entera por sacar a los suyos adelante; que nunca se han tomado unas vacaciones; que su máximo capricho ha sido acudir en alguna ocasión a las fiestas del pueblo y que ahora, en la vejez, se niegan a dejar de trabajar. Mientras el cuerpo – “o Dios”- se lo permita. Porque no concibe la vida sin el trabajo. De lunes a domingo. Realmente, algo extraordinario, inadmisible, para las generaciones actuales, más aún para las urbanitas.

  • ¿Quién soy?

    “Una mujer contenta si los míos son felices”

Saladina es menuda, enjuta, con la vista muy mermada bajo sus gruesas gafas, pero el oído aún fino. Viste de negro. Quizás desde que perdió a su marido y a uno de sus hijos. Quizás porque es el color más apropiado para sus largas jornadas de trabajo. Botas altas de goma para caminar por el barro; un mandilón por encima de todo. Es su uniforme.

No tiene teléfono, ni lo quiere. Para ella es incomprensible que los chavales de hoy puedan pasarse horas ante esas pantallas.

Ella nunca tuvo tiempo para malgastarlo. Su padre había emigrado a Buenos Aires y, de vuelta, junto a su madre, se dedicaron a trabajar la tierra. Saladina fue muy poco a la escuela, “lo justo para aprender a leer y escribir”, admite, y a los 10 años sus padres la mandaron a Lugo a servir a una casa. “Éramos ocho hermanos, ya solo vivimos tres; yo era la mayor así que me llevaron a Lugo, donde vivía un tío mío, para servir en una casa donde cuidaba de los animales”, recuerda. Admite que le costó separarse de sus padres, pero no recuerda llantos ni nada parecido. Saladina es una mujer dura y uno imagina que debió de ser también una niña dura, con un carácter forjado por las circunstancias de unos tiempos complicados, poco dados a la expresión de sentimientos y sí al pragmatismo.

Tras una temporada en Lugo, fue a servir a Vigo, a una casa en la calle Príncipe, propietarios de una zapatería, donde se dedicaba a limpiar y otras tareas. “Me trataban bien y había más chavalas de mi zona trabajando en la ciudad, así que se llevaba mejor. A veces íbamos a pasear por la Praza da Pedra y por la Porta do Sol”, recuerda. Saladina nunca fue a la playa. Ni en aquellos días ­–“estaba demasiado lejos”­– ni después. Nunca, pero tampoco le parece un hecho sorprendente, como si la pregunta no tuviese demasiado sentido. “Alguna vez fui al Miño”, aclara.

Tras Vigo, logró un empleo en una casa muy cerca de la de su familia, donde cuidaba a los tres hijos. Tuvo que dejarlo cuando se quedó embarazada y el padre no quiso hacerse cargo del bebé. “Mis padres se lo tomaron muy mal”, admite. Pero la acogieron en su casa. Su madre murió joven, a los 62 años.

Saladina estaba a mitad de la veintena cuando la vida le hizo un guiño al cruzar en su camino a Manuel, un vecino de la zona. “Nos enamoramos y nos casamos”, resume, parca en palabras pero dejando asomar una pequeña sonrisa. “La boda no la celebramos. Solo fuimos nosotros y los padrinos a comer a un bar de Vigo”, apunta.

Tuvieron seis hijos. Aurora, la menor, que vive con ella, enumera a sus hermanos: Santiago, Gaspar, Pablo, Asunción, Manuel (que falleció con 22 años en un accidente de tráfico) y ella misma. “No, tuvimos siete, también estaba Ana, que murió a los 18 meses”, interviene la madre. El rostro se le nubla de golpe cuando nombra a su hijo fallecido y la temprana muerte también de su marido, cuatro años después, en 1996. Asegura que creer en Dios la ayudó mucho en aquellos momentos de oscuridad.

Saladina Fernández y su marido Manuel.

Saladina Fernández y su marido Manuel. / Cedida

Saladina y Manuel se fueron a vivir a la casa de una tía soltera de éste que, al fallecer, les dejó en herencia el hogar, que es el mismo en el que criaron a sus hijos y donde hoy sigue ella residiendo con su hija.

Tuvimos una vida dura, trabajando mucho, en el campo y criando a los hijos. Me levantaba entre las 5 y 6 de la mañana: recoger las patatas, llevar la ropa al lavadero, sulfatar, vendimiar, cocer el pan, atender a los animales, ir al mercado a comprar la carne y el peixe... Siempre había algo que hacer; ni siquiera descansábamos los domingos. Pero es que la vida antes era así, no como ahora. Ahora trabajamos la mitad y nos quejamos el doble”, reprocha. “Mi marido siempre me trató bien y nunca me faltó al respeto; fue muy difícil quedarme sola cuando se murió”, añade. Ella comprende que los divorcios sean actualmente algo habitual, pero considera que “todos tenemos que sufrir algo”.

Se empeñó en que sus hijos fueran al colegio hasta los 14 años. “Luego aprendieron un oficio y cada uno se fue ganando la vida; unos se casaron, otros están solteros, uno vive en Tomiño, otro en Tui, otros aquí cerca…”, cuenta. Tiene 10 nietos y 6 bisnietos, a los que ve de vez en cuando.

Algunas labores se fueron haciendo más sencillas con los avances tecnológicos, como el tractor o la lavadora. Aunque Saladina se muestra poco efusiva con esas mejoras. “La ropa quedaba mucho mejor cuando la lavaba a mano en el lavadero”, advierte. De hecho, hasta hace muy poco seguía recorriendo los cerca de 700 metros de su casa hasta el lavadero para lavar las prendas de mayor volumen.

De la salud tampoco se queja. “Nunca fui muy de ir a los médicos; solo me operaron del apéndice y unas hernias”, afirma. Y hace poco se cayó y tuvo problemas en una rodilla; fue al hospital pero al final se lo solucionó un curandero de la zona. “Lo que peor llevo es haber perdido la vista y no poder coser; antes me hacía la ropa, las sábanas... Todo. Aprendí yo sola mirando a las modistas”, asegura con orgullo.

"Solo voté una vez en mi vida y no vuelvo a hacerlo. ¿Para qué? Todos son iguales; lo que te dan por un lado te lo quitan del otro”

Saladina es consciente de que ya no puede realizar las mismas labores que hace años, pero la incomoda estar en casa sin hacer nada. Le aburre la televisión: ni los concursos ni los telediarios logran engancharla. “Solo voté una vez en mi vida y no vuelvo a hacerlo. ¿Para qué? Todos son iguales; lo que te dan por un lado te lo quitan por otro”, razona.

“¿Has sido feliz?”. Asiente. Si le pedimos que recuerde algún momento especial, destaca las bodas de sus hijos. 

Pero, sobre todo, cuando Saladina hace balance de sus 90 años de vida se siente satisfecha y segura de algo: “Nadie te hablará mal de mí”, afirma. Su única preocupación en estos momentos es que sus hijos estén bien y sean felices y solo les pide que la respeten. “Me tomo muy a pecho todo lo que me dicen”, confiesa.

Ya se revuelve inquieta en la silla. Demasiadas preguntas para una mujer más de acción que de palabras. Saladina se levanta y sale a la puerta. Bisbal la sigue, no la deja nunca sola. El cocido en la olla despide un rico olor por toda la cocina. Es domingo. 

Las pioneras: siete de cada diez explotaciones agrarias en Galicia tienen mayoría femenina

La brecha de género se aminora en el campo, según los datos del último Censo Agrario del Instituto Nacional de Estadística. Las cooperativas y explotaciones agrarias con personas jurídicas que tienen mayoría de socias femeninas ya son siete de cada diez en Galicia, según los estudios de la Consellería de Medio Rural.

En total, más de treinta y seis mil mujeres constan como titulares de una explotación en Galicia. La comunidad lidera el mando femenino del agro español, superando por primera vez un 50% de jefas de granjas –más que hombres en algunos casos– y con una media muy superior a la de España, que se quedaría en el 22,6%.

En la última década, las jefas de explotación llegaron incluso al 61% en la montaña de Pontevedra; son también el 59,7% en A Coruña septentrional y un 56% en Terra Chá, en Lugo. Galicia lidera el empuje estatal con 36.216 mujeres al frente de explotaciones, seguida de Asturias, Cantabria y País Vasco.

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