José Sacristán, el hombre de miles de barrios humildes

Manuel Vázquez de la Cruz

Creo que todos los que vivimos en un barrio o una aldea o un pueblo campesino en los años cuarenta nos sentimos inundados de recuerdos con las palabras emocionantes que decía José Sacristán en la noche de los Goya. Cada recuerdo era también nuestro, cada palabra podía ser aplicada a aquel señor o señora (a veces hasta el nombre coincidía) que volvía a vernos muy de cerca como hacía mucho tiempo. Las ristras de ajos de su tierra me acercaron a las “patacas novas” y a las peras urracas de la nuestra.

Después, cuando lo repensé, me di cuenta que éramos los dos de edades casi iguales y que mi barrio de San Bartolomé, en Tui, debía ser parecido, a pesar de la distancia en kilómetros, al suyo de Chinchón en el que él vivió en “mi tiempo”. Pienso que mi cercanía y la de Sacristán también puede ser compartida por miles y miles de personas de miles y miles de barrios. Ya antes de escucharlo ese día yo lo escogería a él para que en pocas palabras y con idéntica voz nos contara nuestra vida. Estaría bien elegido porque con una maestría enorme y precioso tono nos metió a los niños de la postguerra en su historia y en su vida. Retrató con sus palabras y hablando de sus seres queridos nuestro mundo, nuestra infancia, adolescencia, juventud y llegó hasta el “ahora mismo”. En el recorrido aparecieron nuestras gentes de un pasado lejano que, aunque algunos no quieran, siempre será cercano y de Memoria (con mayúscula como escribe siempre la escritora leonesa Sol Gómez Arteaga).

Don José Sacristán, desde Galicia me permito el plagio de escribir algo de lo que usted dijo:

‘Con la Niña de Fuego del inconmensurable Manolo Caracol, me vino el barrunto de otras voces, otros sones, otros tiempos… mi pueblo, su gente, su esfuerzo y esperanza: el campo’.

Al escucharlo yo barrunté, perdóneme también el uso de su palabra, mi barrio, mi aldea y muchos padres y madres de los años cuarenta. De cuando se decía “no coarentaecatro non queda nin can nin gato” y así hubiera sido sin el campo. En mi tierra quedaron parcelitas pequeñas y hubo tiempos de arar, sembrar, cosechar y comer (poco, muy poco, pero algunos, no todos, sobrevivieron).

Y su Nati, su madre, su mención plena de cariño a ella me alumbró la noche porque yo muchas veces, al recordar a las mujeres de mi niñez, pensaba como usted en John Steinbeck y en su libro ‘Las Uvas de la Ira’. Muchas madres de mi barrio, y de todos los barrios humildes de España, fueron valientes como la madre del libro. Algunas incluso monoparentales, pero todas lucharon para sacar a sus hijos adelante los años terribles del hambre.

Señor, muchas gracias, porque usted en pocas palabras ha contado la vida de muchos, porque nos ha dado una inmensa lección señalando el momento en la preocupación de su padre por el aceite en el candil.

Lamentablemente yo no puedo, como usted hace con los ajos, venderle ‘Peras Urraca’, dulces como la reina de su nombre, porque ya casi nadie las cultiva y hasta el nombre de su ‘casta’ se está perdiendo en el olvido. Pero aún puedo invitarlo a ‘arroz con chícharos e patacas novas’… de lo que por lo menos queda la canción.