Haciendo amigos

¡Pero en manos de quién coño estamos!

Ilustración de Martin Tognola

Ilustración de Martin Tognola

Pedro Feijoo

Pedro Feijoo

Vaya por delante que aquí somos gente de bien, siempre dispuestos a dialogar ante todo. A entendernos, a buscar una solución. Somos gente de bien. Pero, a veces… A veces resulta que ya no podemos más. Que no nos cabe una tomadura de pelo más. Que ya no podemos con una burla más. Y sí, claro, es en momentos así cuando hasta el más templado querría prenderle fuego al mundo. A las calles, a la rabia. A la furia. De hecho, creo que este artículo debería estar escrito con fuego y gasolina.

No sé cuánto tiempo llevo buscando la manera de transmitir esto que me arde por dentro. Pero escribo y borro, escribo y borro. Escribo y borro… Y me siento estúpido, inútil. Incapaz. Porque intento hacerlo de un modo cabal. Escribir desde la educación, desde la amabilidad. O cuando menos de un modo diplomático, uno que, a poder ser, no me lleve de cabeza a la Audiencia Nacional. Pero, sinceramente, no creo que ese ejercicio de estilo fuese honesto. No pretendo ofender a ningún lector, pero, francamente, pienso que mil paños calientes no harán que la situación cambie de color, ni que la rabia deje de doler. Aviso, pues: están ustedes a tiempo de dejar de leer. Porque acabo de tomar prestado un camión sin frenos, y estoy dispuesto a estrellarlo contra su buena voluntad. De lo contrario, sigan adelante y dejen que les hable de unos cuantos indeseables.

El primer tipo es un matón. Un gorila, un descerebrado. El portero de un burdel cualquiera sin las neuronas necesarias para evitar reventarle la cara a hostias a un chaval que acabará en el hospital. Vamos, lo que viene siendo un animal. Y, sin embargo… Este mismo tipo acaba siendo el asesor del ministro. Su hombre de confianza, su mano derecha. A tal punto que el fulano incluso tendrá una poltrona en el consejo de administración de Renfe. ¡De Renfe! ¡¿Pero en base a qué?! ¿Qué clase de conocimiento ferroviario podía atesorar semejante desperdicio de oxígeno? ¿Qué inteligencia? Bueno, pues por lo visto la justa y necesaria para meterse unos cuantos millones de euros en el bolsillo gracias, otra vez, a las mascarillas…

El segundo tipo es un estafador. Un buitre, un saqueador. Un miserable tan solo un poco más listo que el tipo anterior, ya que este del que les hablo ahora tiene amplitud de miras: lo mismo se lleva una comisión del 4.5% por las mascarillas, que una del 7.5 por las vacunas. Y, cuando eso no es suficiente, intenta vender esas mismas vacunas, pero esta vez por un precio cinco veces superior a su valor de mercado, a Costa de Marfil (país, como tantos otros en África, bien conocido por su exorbitante riqueza…). Vamos, que el tipo viene siendo un desgraciado sin escrúpulos a la hora de aprovecharse de la pobreza de los más necesitados. Y, sin embargo… Este tipo acaba siendo el novio de la presidenta, quien desde el piso que ambos ocupan –obtenido por obra y gracia del eterno pelotazo– lo defiende a capa y espada desde la mayor de las arrogancias. Sin fisuras, sin dudas. Sin ética de ningún tipo. Sin vergüenza. Y todo por más que la verdad sea… ¿evidente? ¿O tal vez simplemente de calzado incómodo? Pues no pasa nada, porque para eso también tenemos otro tipo al que recurrir.

Este tercer tipo es el colmo de la desfachatez. El fulano que, desde la práctica más entrenada, inventó la expresión “¡Aguántame el cubata!”. Matón como el primero, sinvergüenza como el segundo y, además, mentiroso, rencoroso y vengativo. Lo mejor de cada casa… Y si a su jefa la verdad se le vuelve en contra, pues no pasa nada: fabricamos una nueva más a su medida por aquí, difamamos un poquito por allá, y hale, ¡a funcionar! Y lo peor es que ya deberíamos estar más que avisados: al fin y al cabo, este fulano es el mismo tipo que blanqueó el bigote de Aznar. Y, sin embargo… Ahí está: este tercer tipo es el jefe de gabinete de la presidenta (otro personaje –por cierto– para enmarcar).

Tres tipos, parte de una caterva de miserables, inútiles, egoístas, ególatras, pistoleros, bandoleros de lo público, asaltadores, ladrones, borrachos… Pero, con todo, tres tipos que, de un modo u otro, forman parte del poder. Están en contacto con él. Se aprovechan, lo manipulan. Lo ejercen. ¿Y por qué? Pues miren, porque alguien los ha puesto ahí. Los mismos alguien que, además, toman decisiones sobre nosotros. Sobre nuestro día a día. Sobre si vivimos o, tal vez, morimos. Alguien a quien, francamente, todo parece importarle un huevo… Díganme, pues: ¿en manos de quién coño estamos?

Mientras se lo piensan, recuerden esto, por favor: todos los rescoldos y todos los amadores, todos los ministros, todas las presidentas y todos los jefes de gabinete siguen ahí. Riéndose de nosotros, chusma insignificante, de la manera más obscena, grosera y vulgar. Sí, pero… ¿y por qué no iban a hacerlo? Si ya ni siquiera fingimos que llueve, ¿por qué iban a dejar de mear sobre nosotros?

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