Sálvese quién pueda

El pecado mortal de no leer

Quemando libros en la película "Fahrenheit 451".

Quemando libros en la película "Fahrenheit 451". / FDV

Fernando Franco

Fernando Franco

No estaba en el Catecismo pero yo creo que no leer debiera haber sido incluido entre los pecados mortales que conducen al infierno tras la muerte sabiendo que, en vida, origina obscenidades como votar a seres maléficos, no sé su luciferinos, belfegorianos o satánicos que se presentan con nombres como Trump, Bolsonaro... Lo he escrito una vez y estoy dispuesto a sostenerlo ante cualquier Consejo Superior Estadístico: el número de ágrafos o gente que no lee se puede contabilizar en función del voto a esos personajes. Tantos les votan, tantos no leen. Si acaso, ven series, que es la hermana pobre de la actividad cerebral. Los libros, sin embargo, dan luz, estimulan nuestra inteligencia, alimentan nuestra alegría de vivir, impiden votar a esa morralla.

Estoy con el filósofo Ricardo Moreno cuando habla de la acuciante necesidad de enseñar a pensar, con los pies en el suelo, a nuestros hijos en estos tiempos de dispersión, mundos líquidos y relaciones virtuales, donde lo viral no es casi nunca sinónimo de verdadero. Y levanto mi espada justiciera contra todo el discurso oficial de psicólogos y picopedagogos rendidos a las nuevas tecnologías enterrando los libros de papel. Ya veis que van desapareciendo de la faz de la tierra los kioscos, donde la gente antes se ilustraba en los mundos interiores de diarios y revistas; ir con un periódico bajo el brazo era signo de cultura, ahora es de frikis culturetas que incluso leen columnas, uf, con lo que se tarda en pasar letra a letra. Todavía quedan librerías pero son reductos defensivos para gentes que, como se descuiden, serán convertidas en piras funerarias por los seguidores de líderes como los que he citado. Creen los trumpistas que los libros son artefactos extraños que arden muy bien.

Si yo, que leo bastante, no consigo pasar de una cultura media ¿qué será de quienes no leen? Aunque en realidad, les importa una higa. El otro día , mientras me extasiaba recorriendo el claustro de la iglesia dominica de San Esteban en Salamanca, abstraído por tanto arte e imaginando las historias que allí se habrían vivido como señalan los restos de grandes teólogos (Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Pedro de Sotomayor...), se me ocurrió hacer cuenta al llegar a casa de mis últimos libros gozados. No soy nada dado a la novela, sino al ensayo a veces coñazo -por eso no aprendo nada- pero al recapitular sobre lo leído me di cuenta que en esta última parte de mi vida me había refugiado en la historia. Entré hace meses en la vida cotidiana de la antigua Roma con Urbs, un libro de Hugo Paoli que me prestaron en la biblioteca del Centro Gallego de Salamanca. Me asombré después con Los viajeros medievales, de María Serena Mazzi yViajar en el tiempo a la Inglaterra medieval de Ian Mortimer, que me adentró en los paisajes del viajero medieval, sus costumbres cotidianas y sus infortunios a pie de obra. ¡Y nosotros nos quejamos por la horas de un viaje en avión sentados en mullidos asientos!

Hice un viaje marítimo con Colón hacia las Américas en aquellas cáscaras de nuez con el libro de María Jesús Domínguez Sío Pinzón, el marino que adelantó a Colón, donde me enteré que éste era un visionario sí, pero que manipuló a su favor la historia de su descubrimiento y que sin Pinzón no hubiera descubierto nada. Lo pasé en grande con Vivir y morir en la España del Siglo de Oro, el libro de Enrique Martínez Ruiz, que me descubrió lo que más me gusta de la historia que es la intrahistoria. Luego hice una parada y me metí en lo más nuestro por culpa del editor vigués Jorge Alonso, que publicó La Casa Palacio de Marqués de Valladares y me llevó desde allá por el sigo XV de la historia de Vigo escritas por por Ignacio Pérez-Blanco y Miguel Angel Pérez. Volví al mundo en general con otro libro que tengo a mi derecha titulado Villanos de todas las naciones, de Marc Rediker, que me aclaró la vida de los últimos piratas, allá por el siglo XVII, desde una perspectiva histórica y nada novelesca. De la biblioteca de mi leída cuñada, aparte de médica, birlé Los herederos de la tierra, de Ildefonso Falcones, que esa sí es una novela de casi 900 páginas pero con una información precisa sobre la vida y los oficios de la Barcelona del siglo XV. Y salté al siglo XIX y XX cuando mi cuñado viajero y su bella dama me regalaron la biografía de Stefan Zweig, un literato de alto standing que vivió las dos guerras mundiales y acabó suicidándose harto de tanta guerra. Eso sí, apenas pude ver series televisivas.

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