Marc Chagall regresa a Madrid

Llega a Madrid una de las grandes exposiciones de la temporada dedicada a Marc Chagall, cuyos cuadros son gritos de libertad desde acontecimientos traumáticos: la guerra, la persecución, el exilio. Todas sus etapas están representadas aquí en 160 obras y más de 90 documentos entre los que se encuentran importantes cartas dirigidas artistas, amigos y familiares, algunas escritas en yidis, que recogen su compromiso político y humanitario y abren nuevas lecturas sobre su obra y su apuesta por la paz mundial.

La obra de Chagall es una fiesta de colores alimentada por una tradición que tiene sus pies en la Edad Media, su cuerpo en el Renacimiento y sus extremidades en las vanguardias. En su universo pictórico coinciden tiempos y espacios diversos en los que se mueven, a veces en vuelo rasante, parejas de enamorados, violinistas, rabinos, soldados, poetas, mendigos, ángeles y demonios… seres humanos en alianza con el mundo animal: gallos, gatos, vacas, pájaros, caballos, palomas. Todo lo invade el azul intenso del cielo, el blanco lechoso de los trajes de novia, el verde veronés de los paisajes, el amarillo cadmio de los violines, el cobalto, el rojo Nápoles, el verde esmeralda, el turquesa, el malva, el lapislázuli. Todos ellos se combinan en una algarabía que estalla en esa mezcla de fiesta y libertad que es el circo: trapecistas, malabaristas, arlequines, payasos, funambulistas, jinetes, acróbatas… construyen un mundo mágico en el que Chagall mezcla fiesta y tragedia.

Una obra de grandes dimensiones, “Comedia dell’ Arte”, recibe a los visitantes, tras la cual la exposición sigue un orden cronológico y temático, con obras clave de su producción. En “El violinista verde” queda reflejado su sentimiento de desarraigo después de abandonar Rusia en 1922. En “La crucifixión de amarillo”, ya desde el exilio, utiliza la figura de Cristo para mostrar el sufrimiento del pueblo judío perseguido por el nazismo.

Cierra la exposición “La caída de Ícaro”, en la que el artista quiso representar que solo el compromiso con la libertad y el respeto puede salvar a los seres humanos de caer al vacío. Con este cuadro quiso anunciar la marea de horror que estaba a punto de invadir Europa.

El exilio eterno

Marc Chagall (1887-1985) era el mayor de nueve hermanos de una familia humilde de tenderos de la localidad bielorrusa de Vitebsk que desde niño manifestó una deslumbrante capacidad para la pintura. En 1911 viajó por primera vez a París donde decenas de pintores instalaban sus caballetes para inmortalizar las calles y los personajes de Montmartre y Montparnasse. En los cafés, los artistas se reunían con intelectuales y poetas que discutían de literatura y de filosofía. En los museos buscaban el alimento de los clásicos y en las galerías el lugar donde colgar algún día sus cuadros. Y en los salones, a los marchantes a quienes venderse por un gramo de inmortalidad. Chagall se instaló en La Rouche, una colmena de pequeños estudios-vivienda donde artistas sin recursos trabajaban día y noche obsesionados por dejar una obra para la posteridad. En tres años, de 1911 a 1914, Chagall pintó allí una buena parte los cuadros que hoy admira el mundo, entre ellos el famoso “Dedicado a mi prometida”, una obra maestra de sensualidad. La luz y el ambiente de París lo deslumbraron, pero Chagall mantuvo íntegras sus raíces culturales y su universo de judío hasídico. No quiso entrar en ningún movimiento, a pesar de sus buenas relaciones con Breton y los surrealistas. El cubismo lo fascinó en un primer momento, pero pronto lo abandonó. Buscaba su propio camino.

Alguien habló al poeta Guillaume Apollinaire de un joven llegado de Rusia que combinaba los colores como nadie. Cuando Apollinaire entró por primera vez en el angosto estudio de Chagall y vio sus cuadros diseminados por las paredes y el suelo sólo pronunció una palabra: sobrenatural. Desde entonces toda la crítica habló de la obra de Chagall como sobrenatural. Apollinaire lo recomendó al galerista alemán Herwarth Walden y éste organizó en 1914 en Berlín su primera gran exposición individual. No hizo falta nada más. En ese mismo instante Marc Chagall entró en la gloria.

Estudio para Revolución

Estudio para "Revolución". / Marc Chagall

Chagall volvió a Vitebsk en 1914 para ver a su familia. Allí le sorprendió la Primera Guerra Mundial y la revolución bolchevique, con la que colaboró para el Teatro de Arte Judío de Moscú. La deriva de la revolución hacia el totalitarismo y sus enfrentamientos con Malévich le encaminaron en 1922 de nuevo a París, a donde viajó con su esposa Bella, su hija Ida y todos los cuadros que se pudo llevar. A partir de este momento será para siempre un exiliado “que ya no pudo echar raíces en otro suelo”, como escribió en Mi vida, su autobiografía. El recuerdo de Vitebsk permanecerá imborrable en su memoria: su infancia, la aldea, las flores, el paisaje desde la ventana, son motivos recurrentes en su obra. En occidente, donde su fama había crecido en estos ocho años de ausencia, fue recibido como un resucitado. Ambroise Vollard, el marchante de Picasso, le encargó las ilustraciones de las Fábulas de La Fontaine y de la novela de Gogol Almas muertas, para la que hizo 107 grabados, una técnica a la que volvería para ilustrar la Biblia, con la que estaba familiarizado desde su infancia y para cuya realización buscó inspiración en los paisajes y las ciudades de Egipto y Palestina.

El nazismo retiró de los museos la obra de Chagall, calificándola de arte degenerado, y en 1941 se trasladó a Nueva York huyendo de la persecución a los judíos. No volvió a Francia hasta 1948, terminada la guerra. En los años cincuenta se inicia en el arte de la cerámica, en competencia con Picasso, de quien era vecino en la Costa Azul. En 1963 Malraux, siendo ministro de cultura, le encargó las pinturas del techo de la ópera de París, una obra titánica, un homenaje a Mozart, Ravel, Stravinsky, Debussy, en la que puso toda su inspiración.

En 1973 las autoridades rusas le permitieron viajar a Moscú para reencontrarse con dos de sus hermanas. Su obra seguía prohibida en el país desde su salida en 1922 y no volvería a ser exhibida hasta la llegada de Gorbachov: en 1987. La gente hacía colas de un día para otro para ver en el museo Pushkin su primera exposición en 65 años. Había muerto dos años antes en Saint Paul de Vence, después de haber sembrado el siglo con una obra fascinante.

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