Sálvese quien pueda

Loa sin adulación a las procesiones

Una de las procesiones de Semana Santa en Ferrol. Fe o belleza plástica?

Una de las procesiones de Semana Santa en Ferrol. Fe o belleza plástica? / FDV

Fernando Franco

Fernando Franco

Hoy acaba la Semana Santa con el Domingo de Resurrección y la memoria, que es muy traicionera aunque haya quienes quieran ponerle el apelllido de Histórica, me ha trasladado a aquellos tiempos de mi infancia en que percibíamos las procesiones en España al galope de la fe y el sentimiento. Hoy vivimos el vértigo de una realidad veloz y efímera, donde todo cambia y nada permanece, en que el espacio y el tiempo han sido modificados por la tecnología, todo lo contrario a aquellas verdades inmutables de la religión y sus celebraciones, que sobrevivían a lo largo del tiempo. Recuerdo cómo me emocionaba, me alegraba o sufría cuando desfilaban los pasos que rememoraban la entrada a Jerusalén en el Domingo de Ramos, la última cena, el viacrucis, la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Teníamos fe en el más allá y en su narrativa, que no ha sido sustituida por nada que nos haga transcender de nuestra realidad cotidiana, hasta el punto de que si una iglesia se desacraliza y cierra ocupa enseguida su lugar una discoteca.

Los ateos somos de una arrogancia digna de compasión, somos unos pobres de espíritu atados a un cerrilismo llamado materialismo. Unos tipos, según el filósofo Béla Hamvas, que nos atragantamos con la Biblia pero somos capaces de leer el Ulises sin pestañear aunque no tenga puntos ni comas. Cada pueblo, cada generación, busca su narrativa, su leyenda, y la nuestra pasaba por una fe cristiana que era a la vez sentido de culpa y materia de consolación. La Semana Santa con sus procesiones era la máxima celebración de estos dos sentimientos y a mí no me avergüenza nada la experiencia de haberla vivido en mi infancia, en sus pasos procesionales, casi como una catarsis sentimental.

Hace solo unos días, recorriendo el Escorial admirado ante tanta obra de arte, su panteón, basílica, convento, colegio, biblioteca, palacio... celebraba yo íntimamente que la religión, fuera o no el opio del pueblo como dijera un tal Marx con solo 25 años, hubiera originado tanto desarrollo artístico. No de otro modo se pueden explicar esas pinturas infinitas de Velázquez, Durero, Tiziano, Tintoretto, Veronés... allí expuestas. Si fuera maximalista podría decir que, entre otras cosas, la religión y Dios al fondo, aún con sus secuelas de sangre y opresión, tienen sentido simplemente por la catedrales que se han erigido y el arte que ha generado en su camino.   Desde el principio el hombre ha necesitado espacios sagrados para encontrarse consigo mismo o con los dioses. Acabo de leer La catedral de mar de Ildefonso Falcones, y en sus 900 páginas centradas en el siglo XV catalán aparecen como núcleo de las nuevas ciudades que se estaban formando, convirtiéndose en epicentros de la vida urbana cotidiana. La presencia de Dios se magnificaba en el esplendor de las mismas, que miraban hacia el Cielo.

Hoy , en el Ferrol gallego, en la centralidad castellana o en el sur andaluz todavía se ven las procesiones con fe viva o, al menos, admiración por su belleza plástica. Imitan a aquellas que en tiempos pretéritos como la Edad Media llegaron a un esplendor inimaginable por el desfile de tantas órdenes religiosas con sus símbolos. Desde una perspectiva contraria a la fe podrían calificarse como un espectáculo de la mentira pero ¿qué es sino esta civilización del espectáculo en que vivimos con una tabla de valores ocupada en primer lugar por el entretenimiento, y donde escapar del aburrimiento, es la pasión universal? ¿Qué es lo que venden sino mentiras esas aplaudidas redes con sus “influencers” mercaderes de nadas o esas pantallas televisivas con sus realities, puro invento, convención, trola, embuste y, para más descrédito tendente a lo prosaico, a las bajezas de lo cotidiano?

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