Dramatis Personae

Negros y Blancos

Yacimiento petrolífero en Texas, EEUU, en una fotografía datada en 1901

Yacimiento petrolífero en Texas, EEUU, en una fotografía datada en 1901 / FDV

Armando Álvarez

Armando Álvarez

Somos lo que somos. Un amasijo de heces y orines. Billones de células que se superponen. Esta sucesión de breves pensamientos antes de que caiga la noche. Un puñado de besos y de lágrimas. Pesamos lo que pesamos. Los 21 gramos del alma. Unas cuantas libras de carne con su sangre. La aritmética de la piel y el pasaporte.

La vida nos diferencia. Solo la muerte nos iguala y aun ni siquiera. Tal vez sólo el olvido a largo plazo. Debieran existir tablas de cálculo que nos orientasen en las ecuaciones del dolor. ¿A cuántos subsaharianos ahogados en el estrecho equivale un ucraniano sepultado en Járkov ? ¿A cuántos palestinos, cada israelí? Proporcional es el concepto que emplean incluso aquellos que demandan justicia. Hay seres humanos y hay porciones. Nada, en realidad, que determine la biología. Son nuestras leyes, tácitas o escritas.

Finalizada la Guerra de Secesión, el gobierno estadounidense concedió a los cheroquis nacionalidad y 64 hectáreas por cabeza en Oklahoma como agradecimiento a su alianza. También a sus esclavos, recién manumitidos. Blancos retribuyendo la titularidad de la tierra a negros que los indios habían poseído. La trata, la conquista, el genocidio, capa sobre capa.

La familia de Sarah Rector se contaba entre estos agraciados. Le correspondió una parcela yerma en Glenpool, imposible de cultivar. Intentaron venderla para ahorrarse los impuestos y un tribunal local lo rechazó. En 1911, el padre de Sarah alquiló a la Standard Oil Company el terreno asignado a su hija. La compañía descubrió petróleo. Comenzó a extraer 2.500 barriles por día. Sarah, gracias a los derechos de explotación, se convirtió de repente en “la niña de color más rica del mundo”, según titularon los periódicos.

La Proclamación de Emancipación firmada por Lincoln no había concluido con la discriminación. Muchos estados habían instituido las leyes “Jim Crow” para limitar los derechos civiles de los negros. A los indios o sus deudos, además, se les asignaban tutores blancos cuando poseían suficiente dinero, supuestamente para que los instruyesen convenientemente. Sarah no solo tuvo el suyo. Le llovieron las propuestas de matrimonio, antes incluso de la adolescencia. Finalmente ahorró tanto que los legisladores de Oklahoma decidieron declararla... blanca.

Sarah falleció millonaria a los 69 años. Su riqueza había resistido incluso al Crack del 29. Había acumulado fincas, acciones y negocios. Se casó, dio luz a tres hijos y se divorció. Ya que legalmente blanca, pudo viajar en primera clase en los trenes, alojarse en cualquier hospedaje y emplear sus baños. “Feliz”, resumen sus reseñas biográficas. Mientras, los negros linchados colgaban de los árboles, esa extraña fruta que Billie Holiday cantaba. En 1921,a apenas 20 kilómetros de Glenpool, en Tulsa, cientos fueron masacrados.

No sé si Sarah Rector fue en verdad feliz, más allá de la holgura material, o si se sentía una impostora en aquellos vagones y salones. La define esa cruel paradoja de vivir con papeles que la negaban. El racismo camufla muchas veces lo que es en sustancia aporofobia; al jeque se le abren las tiendas de Puerto Banús mientras el moro se cuece bajo los mares de plástico almerienses.

Somos lo que somos. Nuestra renta per cápita. Cliente o empleado según el lado del mostrador. Otra pieza en la cadena de montaje. Pesamos lo que pesamos. El producto de ocho horas laborales. Una milésima en el índice de consumo. La cifra despreciable que se suprime pulsando una tecla. Cualquiera que sufra es hermano mío. De mi raza, cualquiera que la historia aplaste. Hemos sido israelíes igual que hoy somos palestinos. Rosas, Rosalía, que han vuelto como negros.

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