Rehenes del tiempo

Personas paseando por Ourense bajo las frías temperaturas del invierno.

Personas paseando por Ourense bajo las frías temperaturas del invierno. / Brais Lorenzo

Javier Fraiz

Javier Fraiz

El coche renquea y se deshace del dióxido de carbono como un fumador que tose pero apura otra calada, porque no puede dejarlo. Sufre apneas en los semáforos, con el motor al ralentí. Al acelerar se lamenta y tarda en desperezarse, tiene tiritona después de una noche bajo la cencellada. A unos cuatrocientos metros de altitud, el sol despunta por fin. El hielo dice adiós y fluye por el marco del parabrisas, como las lágrimas en una despedida. En el retrovisor, Ourense no se da por enterada y permanece aislada del sol y de su luz, bajo una cúpula algodonosa de vapor de agua, nubes y mucho frío. “Quizá abra todavía”, pero en muchas ocasiones no sucede.

La Torre de Antonio Alés Reinlein es un gigante que hiberna, aunque se percibe su existencia, y la impresión es incluso mayor que cuando se aprecia con toda su nitidez rayando el cielo sobre la ciudad. Para notar su presencia, basta imaginar que aguarda bajo la superficie, rugiendo desde la distancia, con ganas de emerger y de arrasar con todo, como en las historias de Godzilla cuando el monstruo aparece por el puerto, o como ocurre también con el funcionamiento de los pensamientos intrusivos.

El Miño serpentea entre los puentes que cosen la ciudad, fluye a ciegas, atravesando Ourense con sigilo, detrás de la cortina de niebla. Parece un río figurado, un lecho inventado que avanza entre un cañón de terciopelo. Del cauce surge la niebla con más vigor que en cualquier otro lugar del municipio. En la margen derecha, se combina con el de las aguas termales que brotan del subsuelo. Forman una trenza de vapor, un cascarón del que parece que, en cualquier momento, surgirá una ninfa.

La relación con el tiempo difumina la percepción de los años y se prolonga toda la vida. Permanecen los recuerdos de las primeras veces, como cuando la respiración se transforma en volutas en el aire que revelan el mecanismo de la respiración, hasta que el hálito se funde y desaparece con el oxígeno circundante. Cuando el viento golpea con brusquedad las comisuras de los ojos, las mañanas gélidas hacen llorar, y el aire disecciona con su filo la piel milimétrica de los labios.

El tiempo juega con la población, realiza sus experimentos, invierte la temperatura y la lógica: hace mucho más frío en las cotas bajas, mientras la montaña ensaya a acoger la primavera. Cada jornada de esa estación templada y rejuvenecedora, incluso los días que se parecen pero están fuera de calendario, son “un acto irreversible”, subraya Yolanda Castaño en su poemario ‘Materia’. En el valle, la niebla cala –las gotas de agua en suspensión propagan el frío– pero también aclara la memoria, paradójicamente. Crecer es descubrir el invierno y, en especial, aceptar que el verano es una mentira, como todo lo que supone una promesa de felicidad infinita.

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