Cuando el orfanato fue mi hogar

Cientos de niños de diferentes partes de la costa española se educaron en los internados para “huérfanos del mar” de Panxón y la isla de San Simón en la posguerra. Eran hijos de marineros fallecidos y de familias con escasos recursos. Seis de ellos recuerdan su infancia y adolescencia

Cientos de niños y adolescentes de diferentes partes de la costa española y de la colonia de Guinea pasaron entre los años 50 y 60 del siglo pasado por dos orfanatos para hijos de marineros que funcionaban en la ría de Vigo: el Hogar Méndez Núñez en la isla de San Simón y el Virgen del Mar de Panxón. Eran los años de estrecheces de la postguerra y las viudas de los hombres del mar azotadas por la tragedia de la pérdida de sus maridos apenas tenían recursos para alimentar a sus hijos, con lo cual veían en estos colegios la oportunidad para ofrecerles una educación que les augurase un futuro próspero.

El colegio del orfanato Virgen del Mar de Panxón fue el primero en ponerse en marcha, en 1948, en la construcción anexa al Templo Votivo del Mar que en la actualidad es la casa parroquial. Seis años después de su inauguración llegaba al internado desde su Chapela natal Ricardo Rodríguez Cruz, con nueve años y huérfano desde los tres. “Recuerdo un día que vi en casa a mucha gente y a mí me llevaron a San Vicente de Trasmañó a casa de mi abuela. Había muerto mi padre”. Era maquinista en la pareja de barcos “Cangas” y “Moaña” que faenaban en Gran Sol y salía a menudo a cubierta a aliviarse del sofoco que le suponía trabajar en un espacio a tan altas temperaturas. Contrajo una bronconeumonía a bordo y falleció en un hospital de Cork. Está enterrado en Irlanda, en un cementerio que sus hijos visitaron hace unos años. En aquella época no había repatriaciones de cadáveres para los humildes.

Enrique del Río y Manuel Paz, en el muelle de Moaña.

Comedor en el orfanato de Panxón / Ana Rodríguez

“Fui yo el que quise venir aquí. Se lo dije al párroco de Chapela y él me arregló los papeles”, explica mientras paseamos por el que fue su antiguo patio de juegos. “Llegué a las tres de la tarde. Me recibieron las monjas (había cuatro) y me llevaron a una de las habitaciones con literas. Llegamos a estar 94 niños. Me trajo mi madre, que durante los tres primeros meses no podía visitarme para que yo me adaptara a estar sin ella. Al principio venían los fines de semana mis hermanos y mi abuela. Luego ya podía venir mi madre”. Ricardo Rodríguez nunca abandonó el colegio. Cuando finalizó su etapa educativa se quedó a trabajar allí hasta su jubilación en el año 2009.

Javier Comesaña, Telmo Martínez y Ricardo Rodríguez ante el antiguo orfanato de Panxón. // Marta G. Brea

Sor Inés con dos alumnos de Panxón / Ana Rodríguez

Al padre de Telmo Martínez Álvarez se lo tragó una ola mientras extraía percebes en cabo Silleiro. “Ese día le dije que no fuera a la mar”, recuerda. Nunca recuperaron su cuerpo. “Mi madre se quedó viuda con cuatro hijos y sin derecho a pensión porque a mi padre le faltaban unos días de cotización. Tampoco recibió el subsidio que nos correspondería por orfandad porque oficialmente mi padre no estaba muerto, tenían que pasar diez años desde su desaparición”, explica. El trabajo en el campo, lo que daban las dos vacas y un empleo de su hermana eran el medio de subsistencia de la familia.

“A mí me trajeron a Panxón con cinco años, en 1958, y a una de mis hermanas la llevaron al orfanato de Mosteirón, en Sada. Para mí fue fácil adaptarme, lo que llevé peor fue tener que ponerme mandilón, no quería porque me parecía de niñas”, explica Telmo Martínez, quien estuvo en el centro hasta los once años, pues había una ley que no permitía que las monjas se ocupasen de niños a partir de los doce años de edad. “Me llevaron a hacer el bachillerato a Jesuitas de Vigo, primero viví en la residencia de Canadelo Alto y luego en Atalaya, en la Guía, con el padre José María Aramburu”.

En 1955 Francisco Javier Comesaña Prego correteaba a los seis años por el barrio de la Pontenova en Vigo cuando vio entrar en una casa del vecindario a lo que él le parecieron unas extrañas señoras con un tocado singular en la cabeza. “Entramos a curiosear y nos echaron fuera. Eran dos monjas y estaban hablando de mi hermano y de mí. Yo ya llevaba años huérfano de padre pero no lo sabía, para mí estaba en la mar”. A los pocos meses a él y a su hermano les pusieron unas vacunas en una farmacia de la zona de A Florida y los llevaron al internado de Panxón, donde estuvo cinco años, hasta que su madre se lo llevó de vuelta a casa. “Aquí había mucha necesidad de comida y yo era muy delicado. Aunque aprobé el ingreso para bachillerato, no lo hice porque había necesidades económicas en casa. Me matriculé en la academia Minerva, detrás de la plaza de la Constitución, y a los 12 años ya estaba trabajando de ayudante en la farmacia del hermano de Francisco Fernández del Riego”, comenta Comesaña, quien luego desarrolló su vida laboral en Citroën, donde se reencontró con su compañero de orfanato Telmo Martínez.

“De mi padre apenas tengo recuerdos, yo tenía dos años y pico cuando murió. El día de Reyes me desperté temprano y me tropecé con algo a oscuras, al encender la luz vi un camión de juguete que él había traído de Canadá para mi hermano, quince meses mayor que yo. A media mañana siento ruido, me levanto, salgo al patio de casa y me lo encuentro haciendo una cancela para que no bajásemos al río. Me dijo: ‘pasa para dentro que hace frío’. Y hasta hoy. Se marchó el día 6 y el día 9 murió. Habían salido con dirección a Las Palmas a aprovisionarse para ir al Gran Sol y antes de llegar a costa se levantó un temporal. Se salvaron siete tripulantes. Ese mismo día murió mi hermana de un añito en brazos de mi madre, venía del médico y tenía meningitis. Luego vino un policía vecino –de aquella le llamaban guardia de asalto–, llamó a la puerta, le dijo que se sentara y le dio la noticia; la reacción de ella no la sé... Mi madre era la que más venía al internado, casi todos los domingos, nos traía comida.

Estos tres “niños” del orfanato de Panxón guardan buenos recuerdos de su estancia en el internado. “Las monjas bastante hacían con ocuparse de tantos niños que hacíamos trastadas”. “Les robábamos las pastillas de jabón, las escobas iban al pozo. De comida, lo que había: muchas sopas de ajo y cascarilla. La vida transcurría para ellos entre clases, juegos y rezos. Por las mañanas madrugaban para ir a misa al Templo Votivo del Mar, con Vía Crucis y Salve incluida. La playa era un lugar frecuente de sus juegos y de vez en cuando hacían salidas a lugares más distantes, como la isla de A Toxa, el monte Santa Trega o Padrón.

Cuando  el orfanato  fue mi hogar

Obras en el colegio de huérfanos de Panxón / Llanos

Una franja negra en el suelo empedrado de lo que hoy es el patio de la casa del párroco les recuerda uno de sus pasatiempos favoritos. Es la pista de chapas, donde se entretenían impulsando con sus dedos tapas metálicas de botellas de Cinzano. Una de las paredes exteriores era el frontón donde los niños vascos jugaban al pelotari. Más allá de los muros actuales, inexistentes en su infancia, alcanzan a ver su extenso campo de juegos, donde igual que jugaban a balonmano con una pelota de trapo o montaban un partido de fútbol, simulaban volar los días que el viento inflaba sus mandilones convertidos en capas de superhéroes. “Alguna vez me tocó ir a buscar a un compañero que se escapó a la vía del tranvía”, dice Ricardo.

Ofrenda en una misa en Panxón y foto de los primeros alumnos del Hogar Méndez Núñez.

Un grupo de niños internos de San Simón aficionados al fútbol / Ana Rodríguez

También había tiempo para el estudio, del que se encargaban dos profesores. Y muy exigente, pues se educaban por libre pero tenían que examinarse en el Instituto Santa Irene de Vigo para acceder al bachillerato. “Una monja muy inteligente decidió que, en lugar de francés, era mejor que aprendiéramos inglés porque suponía que la mayoría acabaríamos embarcados por el mundo adelante”, apunta Ricardo. “El papel higiénico no daba para la cantidad de chuletas que hacíamos”, secunda Telmo.

Una de las efemérides que recuerdan es la llegada de la televisión, la primera que tuvo Panxón. “Vino la marquesa de Comillas y les dijo a las monjas que le pidieran lo que necesitaran y una de las cosas fue una televisión: una Marconi”, indica Ricardo. Los partidos de fútbol, “Los Chiripitifláuticos, “El Zorro” o un show en el que aparecían Aretha Franklin y Marilyn Monroe son algunos de los programas que les vienen a la mente en imágenes en blanco y negro. “Viendo un partido del Real Madrid me llevé una ilusión y un disgusto. Marcó el Madrid y lo celebré, y al poco tiempo volvió a meter gol. ¡Qué alegría!. Hasta que un niño mayor me dijo que era la repetición”, relata Telmo.

Mientras Ricardo repasa de memoria la lista de alumnos con nombres, apellidos y número de lista –no en vano era uno de los encargados de vigilar los estudios y disponer la ropa en las camas de cada uno–, sus dos compañeros coinciden en decir que en el orfanato encontraron una segunda familia. “Mis amigos eran mis compañeros, cuando iba a la aldea, a Baredo, en verano, no me relacionaba con nadie porque estaba todo el día con las vacas”, dice Telmo.

Siguen haciendo memoria y destacan que del orfanato salieron todo tipo de profesionales:_desde un director de Puertos de Galicia hasta varios patrones de pesca, capitanes de la marina mercante, futbolistas – el propio Ricardo Rodríguez jugó en el Bueu y en la selección juvenil gallega– y algún médico.

Los lazos que establecieron en su infancia y adolescencia continúan manteniéndose hoy en día y cada año, al menos antes de la pandemia, celebran una reunión a la que suelen asistir unos cien exalumnos procedentes de diferentes partes de España. Hasta hay uno que vino de Nueva York, haciendo coincidir sus vacaciones en España con la fecha prevista para la comida con sus colegas. Prevén hacer el próximo encuentro este verano en San Miguel de Oia. Se encarga de organizarlo uno de los huérfanos que reside en esa parroquia viguesa.

Los niños de San Simón

Cuando  el orfanato  fue mi hogar

Foro de los primeros alumnos del Hogar Méndez Núñez / Ana Rodríguez

El Hogar Méndez Núñez de la isla de San Simón, en el interior de la ría de Vigo, fue la residencia de más de trescientos niños que pasaron por allí entre 1955 y 1963. Empezó a funcionar con catorce internos, huérfanos de marineros, entre los que se encontraban los moañeses Manolo Paz Trelles y Enrique del Río.

De arriba a abajo, un grupo de niños del orfanato de San Simón en 1955, sor Inés con dos alumnos de Panxón, comedor de este último orfanato y un grupo de internos de San Simón aficionados al fútbol. | // GONZALO NÚÑEZ

Enrique del Río y Manuel Paz, en el muelle de moaña / Gonzalo Núñez

“Entré de pantalón corto, con casi catorce años, y salí de pantalón largo, cinco años después. Fui el que más aguanté”, manifiesta Manolo Paz, quien había perdido a su padre cuatro años antes en un pesquero que faenaba frente a la costa de Portugal. Meses antes de ingresar en San Simón, “en un discurso que dio un mandamás andaluz en Pontevedra, prometieron a nuestras madres que allí nos enseñarían uno de los dos oficios que eligiéramos, o mecánica o carpintería naval. Decían que iba a haber dos talleres y que podríamos llegar a ser oficiales de la marina mercante, que para eso tendríamos que ir luego a formarnos a Coruña porque de aquella en Vigo no había escuela”, recuerda Paz Trelles. “Decían que era una labor de auxilio social de La Falange en tiempos difíciles, pero que comida no nos iba a faltar”.

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Un grupo de niños en el orfanaro de San Simón en 1955 / Ana Rodríguez

“Llegamos a San Simón el 1 de marzo de 1955, a la escuela vinieron dos maestros de allí a unos meses, pero de los monitores de carpintería y mecánica, nada. Solo venía un carpintero de Cesantes tres o cuatro horas los jueves. Mientras tanto, limpiábamos la isla, que estaba en pleno abandono, con hierba de una altura de medio metro. Como éramos pocos para tanto trabajo, llamaron a Tui, al colegio Fray Rosendo Salvado, y de allí venían tandas de 30 y 40 niños, llegamos a ser más de cien a la vez”.

En vista de que los formadores previstos no llegaban, el administrador del internado envió a seis alumnos a trabajar en la fábrica de Regojo. “Todos los días iba en la chalana a tierra y luego andando a la fábrica. Nos pagaban a la semana 200 pesetas. Las madres se fueron llevando a los hijos para casa, yo estuve hasta que fui a la mili”, comenta Paz Trelles, quien hizo el servicio militar en el buque escuela Juan Sebastián Elcano, recorriendo medio mundo como asistente del capellán, que lo escogió porque sabía asistirle en la misa, y luego fue trabajador del astillero Ascón. Pese a no cumplir las expectativas con las que acudió, Paz Trelles recuerda con nostalgia esos días de su adolescencia. “No faltó de comer y yo, como jugaba en el equipo de fútbol del Choco, podía salir los domingos de la isla”.

Cuando  el orfanato  fue mi hogar

Ofrenda en una misa de Panxón / Ana Rodríguez

Enrique del Río, también de Moaña, tenía 12 años cuando llegó a San Simón y 16 cuando regresó a casa. “Mi padre murió en un accidente en el mar cuando yo tenía dos años y medio y mi madre estaba embarazada de su tercer hijo. Tengo buenos recuerdos de los compañeros que estuvimos en el orfanato”, dice este hombre, que pasó su vida laboral en Ascón. De la historia de la isla como campo de concentración para represaliados republicanos no les contaron nada, aunque sí recuerdan haber visto nombres de personas escritos en rojo en las paredes de un edificio.

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Hipólito Varela en la playa de Cesantes, con la isla de San Simón al fondo / Alba Villar

Hipólito Varela estuvo en San Simón de los 13 a los 15 años, de 1959 a 1961. Es el único de los seis de este reportaje que no era huérfano, pero la precaria situación de su familia, un matrimonio campesino de Meaño con cinco hijos, y la minusvalía de su padre le sirvieron de puerta de acceso al internado. “Fueron de los mejores años de mi vida, salvando que tienes que separarte de tu familia. Lo pasábamos bien, yo tenía el don de llevarme bien con todos, incluido el director y el lanchero, que me llevaba cada vez que tenía que ir a buscar cosas a Redondela. Jugábamos al fútbol, íbamos a Samil. Multipliqué por diez los valores que me inculcaron mis padres. Pasé de vivir en una aldea, donde no pasábamos hambre pero no vivíamos en la abundancia, a tener camarera que nos servía el desayuno, la comida y la cena –era la hija de la costurera que nos cosía la ropa–. Hasta teníamos un dormitorio para verano y otro para invierno”.

El Obradoiro de Estudios Locais Fernando Monroy de Cesantes, al que pertenecen Trelles y Varela, volvió a poner en contacto a los niños del orfanato hace cuatro años, propiciando un encuentro con pernocta en la isla entre ellos y editando un documental sobre este episodio no muy conocido de la historia de San Simón.

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