Bajo el estuco

Detalle del busto de Nefertiti

Detalle del busto de Nefertiti / Markus Schreiber

Armando Álvarez

Armando Álvarez

La belleza humana es una resolución evolutiva y una construcción social, en permanente dialéctica. Algunas simetrías publicitan salud y algunas proporciones prometen fertilidad. Hay porcentajes de grasa que nos protegen y musculaturas que imponen. El simio que seguimos siendo, aunque lampiño, habita bajo nuestras ropas. A la vez, el canon estético de lo que queremos en nosotros y deseamos en otros ha ido cambiando; de las venus esteatopígicas talladas en las cavernas a las modelos andróginas; de los kuroi griegos a los metrosexuales.

Existe belleza, sin embargo, indiferente a la biología y a las modas. El busto de Nefertiti surgió el 6 de diciembre de 1912 de las excavaciones en el taller de Tutmose: una escultura de caliza y estuco, delicadamente policromada. Ludwig Borchardt ocultó su primor a los funcionarios egipcios para trasladarlo a Berlín, en cuyos museos estatales hoy reposa.

Sobre Nefertiti, pese a ser una de las reinas más famosas del antiguo Egipto o precisamente por ello, proliferan los misterios. Secundó al faraón Akenatón en su reforma religiosa, ese culto al disco solar Atón que quizá inspiró otros monoteísmos y henoteísmos como el hebreo. Pudo ser hija de un clan local o provenir de Mitani, lo que parece deducirse de su cráneo ovalado, que se provocaba en los niños hurritas, y de su propio nombre: “La bella ha llegado”. Desaparece de los registros en el decimocuarto año de su reinado. Falleció o se transformó en el faraón Semenejkaran a la muerte de su esposo. Se reconcilió con el poderoso clero de Amón o fue víctima de sus conspiraciones. Tutankatón, pronto Tutankamón, hijo de una esposa secundaria de Akenatón, la respetó como regente o la odió por hereje, decretando su olvido. Los egiptólogos debaten incluso si su momia ya se ha hallado o está por descubrir.

De momento poseemos su rostro, que nos seduce y nos escruta desde 3.500 años de distancia. Lo han supuesto realista porque tal fue la característica del revolucionario arte promovido durante el breve periodo amarnita. Nefertiti nos hipnotiza, pese a la cuenca ciega del ojo izquierdo. Un atisbo de ternura asoma en su serena imperturbabilidad. Divina y humana, todo lo entiende porque ella, más que nadie, se ha asomado a la nada y a la eternidad.

Nileen Namita se quedó atrapada en la fascinación de esa mirada. Esta británica comenzó a soñar en 1987 que era la reencarnación de la reina. Pronto quiso esculpir con bisturí lo que con cincel. En 2010 acumulaba medio centenar de operaciones estéticas, siempre con el busto de Nefertiti como modelo y con escaso aprovechamiento. Por el camino había arruinado sus cuentas y sus afectos.

Así de inaprensible es la belleza, aunque Tutmose creyese capturarla con sus manos. La había recreado sin sujetarse a la carne. Un TAC ha desvelado otro aspecto bajo las últimas capas de estuco: con arrugas e imperfecciones, de pómulos menos angulosos y nariz más puntiaguda. Esa verdadera Nefertiti nunca quiso contemplarse tal cual, sino idealizada. Su rostro inmaculado jamás existió o ya se había perdido cuando Tutmose lo recompuso.

Nileen Namita ha perseguido un imposible igual que todos nosotros con nuestros filtros y maquillajes. No existe esa belleza etérea sino la que acompaña a cada uno. En estos rasgos laten todas las generaciones que han desembocado en nosotros.

Detalle del busto de Nefertiti

Detalle del busto de Nefertiti / Reuters

En estos cuerpos en demolición podemos rastrear lo que hemos vivido. Cada arruga cartografía nuestras alegrías y nuestras tristezas. Nadie contemplará nuestros rostros dentro de 3.500 años, cuando las arenas hayan cubierto la tierra. Pero es precisamente nuestra fugacidad lo que nos hace hermosos. Nunca lo seremos tanto como en este preciso instante.

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