Historias irrepetibles

El boxeador sin padrinos

Ezzard Charles, que fue uno de los primeros deportistas que sufrió el ELA, tardó años en asaltar el título mundial porque los grandes de su tiempo no querían tenerle enfrente

Charles (izda.) conversa con Joe Louis, durante un entrenamiento.

Charles (izda.) conversa con Joe Louis, durante un entrenamiento.

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez

Esta semana habrá flores frescas en la tumba de Ezzard Charles en el modesto cementerio de Burr Oak, al sur de Chicago. El 28 de mayo se cumplen los cincuenta años de la muerte de un boxeador que no recibió el crédito que merecía, al que costó escalar hasta la cima de su deporte y a quien una enfermedad sobre la que entonces no existía demasiada información, el ELA, empañó el final de su carrera y se lo llevó demasiado pronto.

Le llamaban la “Cobra de Cincinnati”, la ciudad a la que llegó muy joven para escapar de la pobreza y la violencia de su Georgia natal. Fue un buen estudiante, un ávido lector desde joven, un chico formal y ordenado que encontró su sitio en el boxeo. Como aficionado fue acumulando éxitos hasta que en 1939, con solo dieciocho años, consiguió la victoria en el Guante de Oro, el torneo por el que han pasado todas las grandes leyendas de este deporte en Estados Unidos. Entonces Charles decidió hacerse profesional. Sus sueños de veinteañero le hacían creer que pronto llegarían los combates importantes y las bolsas generosas, pero el camino fue mucho más complicado de lo que imaginaba. Ezzard Charles era un púgil temible, con un físico privilegiado, una mano pesada y el atrevimiento necesario para abordar cualquier reto. El boxeo tiene mucho que ver con el nivel de los padrinos que impulsan la carrera de determinados luchadores y ésa era su principal carencia. Sin esos apoyos no era tan sencillo aspirar a medirse con los más grandes que a la hora de elegir rival descartaban verse con ese desconocido que suponía una evidente amenaza para ellos.

El camino fue complicado. A la vuelta de la Segunda Guerra Mundial, para la que se alistó, las cosas comenzaron a cambiar cuando en 1946 derrotó a Archie Moore en la primera de las tres peleas que protagonizaron y que todas cayeron del lado de Charles. “La mangosta” fue el primero en comprobar el material del que estaba hecho el joven de Cincinnati que, después de la guerra, llegó a ganar treinta y tres combates de forma consecutiva, solo empañada por una derrota que sonó a robo arbitral. Pero aún así no llegaba la oportunidad de pelear por el título mundial que era el sueño que perseguía desde que se puso por primera vez unos guantes. Durante esa laboriosa espera repleta de combates contra toda clase de rivales hubo un momento dramático para Charles. En febrero de 1948 en Chicago se enfrentó a Sam Baroudi, un chico que comenzaba en el boxeo y al que noqueó con facilidad. Parecía una victoria más. Una buena combinación de golpes y fin de la función. Pero Baroudi comenzó a sentirse mal y al día siguiente falleció en un hospital de Chicago. La noticia dejó a Ezzard Charles completamente conmocionado hasta el punto de plantearse la retirada definitiva. Él, que en aquellos momentos peleaba una vez al mes, estuvo tres sin hacerlo. De su bloqueo anímico le sacó una llamada telefónica. Era el padre de Sam Baroudi que le descargó de cualquier responsabilidad y le animó a seguir adelante en busca de su sueño de ser campeón del mundo. Charles le prometió entregarle la bolsa de las siguientes dos peleas que protagonizase y decidió regresar al ring. Pero cuentan quienes relataron su vida, quienes estuvieron a su lado, que la muerte de Baroudi cambió su estilo por completo. Ya no era el boxeador que buscaba el KO por la vía rápida sino que comenzó a medirse en busca del punto justo para ganar los combates tratando de evitar cualquier exceso de fuerza.

En junio de 1949 le llegó la oportunidad que tanto tiempo llevaba esperando. Joe Louis se había retirado pocos meses antes dejando vacante el título mundial de los pesados y él mismo eligió a los púgiles que pelearían por su cinturón: Ezzard Charles y Joe Walcott. Privilegios que podía permitirse una leyenda como él. Una multitud de 25.000 espectadores se reunieron en Chicago para asistir al combate que dominó Charles para proclamarse por decisión unánime de los jueces campeón del mundo de la Asociación Nacional de Boxeo. Dicen que esa noche, lejos de estar exultante, un sentimiento amargo se apoderó de Ezzard Charles. Se marchó a casa pronto sin ganas de celebrar nada: “Esto me llega diez años tarde”. Tal vez hubiese algo de exageración en esa frase, pero resultaba evidente que había tenido que esperar demasiado, hasta los 28 años, para tener la oportunidad de pelear por la corona mundial.

A partir de ahí vinieron ocho defensas consecutivas del título mundial. De todas ellas ninguna tuvo el punto emocional que aquella de 1950 en la que se subió a un ring para pelear contra Joe Louis, el hombre que le había señalado como uno de los candidatos a sucederle. Louis, que estaba tranquilamente retirado en casa, volvió al boxeo para saldar una deuda con Hacienda y en esa tarea intentó recuperar su corona, pero los dos años lejos del ring le pasaron factura. Charles, que tenía todas las apuestas en contra de manera abrumadora, se impuso en el estadio de los Yankees de Nueva York, aunque Louis tuvo el consuelo de llevarse el doble de bolsa que el campeón del mundo. Una prueba más de que a Ezzard Charles siempre le falló su entorno. Con mejores padrinos y agentes habría sacado mucho más partido a sus años de boxeo. Pero ese triunfo le permitió al menos un reconocimiento que muchos le habían negado, incluso hubo analistas que pidieron disculpas por no haber entendido la dimensión de Charles. Ese día todas las asociaciones le proclamaron y reconocieron como el auténtico y legítimo campeón del mundo de los pesados.

El cinturón de campeón del mundo duró hasta finales de 1951 cuando Joe Walcott le derrotó en la tercera ocasión que ambos se veían las caras. Después solo volvió a pelear por la corona mundial en 1954 ante un mito como Rocky Marciano. Fueron dos combates consecutivos, apenas tres meses entre ambos, en los que Charles se las hizo pasar canutas a “La Roca”. En el primero perdió a los puntos después de aguantar de pie los quince asaltos y en el segundo llegó a reventarle la nariz a Marciano hasta el punto de que el combate estuvo a punto de pararse. Pero el campeón aguantó para noquear a Charles y proclamar luego que no se había cruzado con alguien tan duro como él.

Después de aquello vinieron los años duros para Ezzard Charles. Algo pasaba en su cuerpo, pero no sabía qué. Empezó a volverse más lento, más torpe. En el ring eso era una condena. Peleó mucho y perdió demasiadas veces emborronando un palmarés que hasta poco tiempo antes era impresionante. Charles achacaba a que se estaba haciendo mayor lo que en realidad era una enfermedad degenerativa de la que apenas se tenía conocimiento en aquel momento: el ELA. Desapareció su coordinación, el equilibrio, la velocidad… El público llegó a abuchearle en algunos de sus últimos combates. En 1959 se retiró y comenzó a buscarse la vida con cierta dificultad en otros trabajos mientras su estado físico no paraba de empeorar. En 1966 por fin se le diagnosticó la esclerosis lateral amiotrófica. Consiguió un trabajo en una asociación para chicos con discapacidad, pero el problema es que poco después ya no podía ir caminando al trabajo. Comenzó a tener dificultades para hablar y el dinero se fue acabando. Un oficial de policía amigo de Charles, John McManus, organizó en 1968 un evento para recaudar fondos para su cuidado. Rocky Marciano y otros púgiles contra los que se había enfrentado en su carrera estuvieron allí y fueron generosos con sus contribuciones y en sus discursos, donde pusieron en valor su calidad como deportista y como ser humano. Sostenido por Marciano y Archie Moore, Charles se levantó de la silla de ruedas y ante un auditorio lleno dijo “esto es lo más grande que me ha pasado nunca”.

Pocos meses después Ezzard Charles fue ingresado en un hospital para veteranos del ejército para recibir cuidados paliativos. Una de las últimas personas que le vio con vida fue el gran Joe Louis. El hombre que siempre creyó en él y que le temió más que nadie se acercó a verle e incluso se permitió una broma: “Ahora seguro que te podría ganar, campeón”. Charles no podía responderle, pero Louis siempre dijo que le sonrió por última vez. Murió en mayo de 1974 con 53 años.

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