Historias irrepetibles

El héroe de Ratisbona

Hans Huber, fallecido hace pocos días, dejó la lucha libre harto de perder contra Dietrich y se pasó al boxeo donde llegó a disputar una antológica final olímpica contra el legendario Joe Frazier

Frazier y Huber, durante la final olímpica de 1964.

Frazier y Huber, durante la final olímpica de 1964. / FDV

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez

Esta semana muchos niños de Ratisbona habrán escuchado hablar por primera vez de uno de sus vecinos más ilustres: Hans Huber. Acababa de fallecer a los 90 años y los periódicos de la ciudad alemana se llenaron de artículos que recordaban su figura y el motivo por el que se le consideraba un héroe desde hacía mucho tiempo. Viven ya pocos vecinos con la mente y el recuerdo fresco de su historia por lo que para la gran mayoría supuso un pequeño descubrimiento. Ratisbona, localidad situada al sur de Alemania, junto al Danubio y famosa por las tres universidades con las que cuenta y que le garantiza una permanente vitalidad en sus calles, había enviado a dos deportistas a los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964: al boxeador Hans Huber y al saltador de altura Horst Rosenfeldt. Aquello era un pequeño acontecimiento para ellos. La ciudad les despidió a lo grande, con recepción en el ayuntamiento, discursos apelando al orgullo de la tierra, ramos de flores y el deseo de una buena competición. Poco imaginaban que las cosas allí irían mucho mejor de lo que podían imaginar los más optimistas. A Rosenfeldt le eliminaron pronto en su competición, pero el comportamiento de Huber estuvo infinitamente por encima de lo que podían imaginar sus vecinos.

El boxeador germano tenía una curiosa historia detrás de él. Era aprendiz de panadero cuando se colocó los guantes de portero del Wenzenbach, un modesto equipo de la región. Su impresionante estatura hacía pensar que podría ganarse la vida ejerciendo de guardameta en el mundo del fútbol y durante un tiempo entrenó con dureza. Pero por el camino, después de dejar la panadería y mientras se preparaba para ganarse la vida como conductor de autobús, su instructor le invitó en 1953 a probar suerte en el mundo de la lucha. Le explicó que podía ser una buena forma de aprovechar su impresionante físico y la evidente fuerza que tenía. El hombre apeló a la importancia de ser el primer y único responsable de sus victorias y de sus derrotas. Aquella fue una gran recomendación, ya que sus progresos fueron inmediatos y pronto se convirtió en subcampeón alemán. El ansia de victoria de Huber era demasiado poderosa y no tardó en entender que delante de él tenía a un rival invencible en su deseo de convertirse en el mejor luchador de Alemania. Winfried Dietrich, a quien apodaban “la grulla de Schifferstadt”, uno de los grandes mitos del deporte alemán que subió cuatro veces al podio olímpico incluyendo el oro conquistado en Roma en 1960, coincidía en su misma categoría y le cerró sistemáticamente la puerta del reinado de su país y por lo tanto del acceso a los Juegos Olímpicos. Cuando perdió con él la final de Alemania en 1960 Huber tomó una decisión radical: abandonó la lucha libre e inició su camino en el mundo del boxeo. Solo tres años después de esa decisión, cuando rondaba la treintena, ya tenía el pasaporte en el bolsillo para acudir a los Juegos de Tokio de 1964 en la categoría de los pesos pesados tras haber conseguido el título de campeón de Alemania. Para él era especialmente importante esa cita porque tenía previsto retirarse poco después del deporte y centrarse ya en el oficio de conductor de autobús para el que se había preparado de forma concienzuda. Si quería disfrutar de una experiencia olímpica solo podía ser en Tokio.

Pronto comenzó a desatarse la “fiebre Huber” por toda Ratisbona según iba avanzando rondas en la competición olímpica. Cuando se impuso con aplastante superioridad en las semifinales al italiano Giuseppe Ros la fiebre se transformó en locura absoluta. Ya tenía garantizada la medalla de plata, pero a Huber no le bastante con eso. Necesitaba el título para sentirse pleno. Pero había un problema: en el combate por el oro esperaba el norteamericano Joe Frazier, uno de los más grandes boxeadores de todos los tiempos, campeón del mundo en varias ocasiones, el hombre que años después protagonizaría tres duelos inolvidables contra Muhammad Ali por el título mundial de los pesos pesados y el primero que le derrotó. Entonces solo tenía veinte años y nadie le conocía todavía por “Smoking Joe”, el apodo que le acompañaría el resto de su carrera. La historia de Frazier y los Juegos de Tokio es también curiosa. Al igual que a Huber tampoco se le esperaba en el duelo por el oro aunque con su edad ya había conseguido tres veces el Golden Gloves (torneo amateur de Estados Unidos) en la categoría de los pesados. A quien aguardaba todo el mundo era a Buster Mathis que se había impuesto a Frazier en el torneo preliminar que debía resolver quién representaba a Estados Unidos en los Juegos de Tokio. Sin embargo, Frazier se subió al avión que les llevó a Japón como suplente de Mathis que tenía una lesión en los nudillos y no estaba demasiado claro si llegaría en condiciones de participar en el torneo olímpico. Tras días de incertidumbre, la misma mañana del estreno del boxeo en el calendario olímpico Mathis asumió la evidencia de que no podría subirse al ring para pelear contra el ugandés Oywello, su rival en la primera ronda. Frazier fue reclutado a última hora y comenzó entonces una impresionante trayectoria de victorias inapelables hasta la final donde le esperaba el alemán Huber. La historia aún esconde algún otro giro de guion. El problema de Joe Frazier es que en la semifinal disputada contra el soviético Yemelianov sufrió una lesión en el pulgar de su mano izquierda que le traía por el camino de la amargura pero que él ocultó por el miedo de que le impidieran estar en el duelo por la medalla de oro. Después de la final una radiografía desveló que el norteamericano había compertido con una fractura en su dedo.

El 23 de octubre de 1964 los dos púgiles protagonizaron el episodio final del calendario de boxeo de los Juegos Olímpicos. Había sido un torneo polémico en su desarrollo: el español Valentín Loren y el argentino Chirino habían agredido a los árbitros al no estar de acuerdo con su decisión y un coreano optó por una solución más pacífica para protestar: se sentó en su rincón y se negó a abandonar el ring. Casi una hora estuvo allí en silencio sin atender a las peticiones de que depusiera su actitud.

La final de los pesados se desarrolló dentro de los cauces de la normalidad. Fue un gran combate en el que chocaron dos estilos diferentes. Huber tenía la ventaja de la experiencia (diez años mayor) y de la envergadura porque era diez centímetros más alto. Eso le permitía llegar con más facilidad y mantenerse a distancia de Frazier que era un torbellino, una fuerza de la naturaleza que, sin embargo, tenía que tomar riesgos a la hora de entrar en la distancia del alemán. Viendo el historial de ambos podría pensarse que el norteamericano era muy superior, pero lo cierto es que no lo fue. El combate resultó igualado y se resolvió a favor de Frazier por un estrecho margen de 3-2. Fue la única victoria de Estados Unidos en boxeo en 1964, dominado sobre todo por los púgiles del Este, polacos y soviéticos sobre todo.

Más de veinte mil personas acudieron a recibirle a la estación de tren

La vida se detuvo en Ratisbona al mediodía del 23 de octubre de 1964. Los vecinos de Huber se pegaron a los transistores para escuchar la narración del combate y llevarse la decepción de una derrota que no empañó el orgullo que sentían por su vecino. Para Huber resultó algo más doloroso porque había acariciado el oro. Confesó tras la derrota que “antes de llegar a Tokio me hacía feliz conseguir cualquier medalla, pero perder el oro resulta una experiencia muy amarga”. La tristeza no tardó en desaparecer porque cuando regresó a Ratisbona una multitud de más de veinte mil personas le estaban esperando en la estación de tren para vitorearle y darle las gracias.

Huber dejó el boxeo después de Tokio para dedicarse a conducir un autobús aunque siguió ligado al deporte prestando su ayuda al departamento de deportes del ayuntamiento de Ratisbona, donde vivió toda su vida convertido en un héroe popular de quien, con el paso del tiempo, cada vez menos gente se acordaba. Hasta que estos días su muerte a los noventa años devolvió su nombre a los periódicos y la ciudad alemana revivió aquella fiebre de finales de 1964.

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