“Sobreviví al SIDA por la inmunidad que me dio la mierda de vaca en la infancia"

“Me fascinó descubrir que la historia de la indumentaria es la antropología del vestir”

Elena Pita

Es un fotógrafo internacional con los pies clavados en una charca de barro y bosta. Nació en A Merca, Ourense, en 1956. Único español que ha merecido el Premio Lucie (el Oscar de la fotografía), su trabajo será el plato fuerte del próximo festival Revela’t, la gran cita fotográfica en Vilassar, Barcelona. Su biografía es un cuento agrio que su memoria relata con dulzura porque, por encima de todo, Outumuro es un excelente fabulador.

–Una niñez pisando bosta de vaca ¿marca para siempre?

–Por supuesto, y además me evoca una de las etapas más felices y enriquecedoras de mi vida. Y ello pese a que me crie sin padres, emigrados en Venezuela.

–Es el único español que ha ganado el Premio Lucie. ¿Un poco de justicia poética, siendo nieto de la emigración de sus abuelos en la gran metrópoli?

–Algo de eso hay. Lo primero que recuerdo de mi abuelo era que cuando se enfadaba me decía: “Manoliño, portáte ben o enviote ao subway para que saibas o que é o inferno”. Allá se fueron en el 29 con contrato oficial de emigración; pasaban la cuarentena en Ellis Island y después los colocaban donde hicieran falta, y a él le tocó la construcción del metro, línea 6, norte-sur de Manhattan.

–Nueva York también fue decisivo en su carrera. ¿Hay que ser muy humilde para rememorar aquella primera etapa limpiando mesas en lugar de hablar de su trabajo textil con Elsa Peretti? ¿Qué lugar ocupa la humildad entre sus valores?

–Fue lo que conté al auditorio del Carnegie Hall cuando me dieron el premio en octubre. No soy consciente de esa humildad. Me comporto como me enseñaron, son los valores que me transmitieron mis abuelos y tías a la edad en que se imprime el carácter.

–Outumuro, ¿moda o indumentaria? ¿Vestir al humano o que el mercado lo vista?

–Son dos asuntos muy diferentes. En mi trayectoria, que empieza al final del franquismo con la revista Por favor, junto a Vázquez Montalbán y Marsé, mi indumentaria era el jersey Camacho (los cuellos cisne del líder comunista), y la moda me resultaba algo frívolo y poco interesante. Luego aprendí muchísimo de Elsa Peretti y, sobre todo, de Richard Martin, director del Fashion Institute of Technology y curador del Costume Institute del Metropolitan. Descubrí que la historia de la indumentaria es la antropología del vestir, y aquello me fascinó.

–¿Y de Elsa Peretti, qué fue lo más preciado que aprendió?

–Éramos amigos, los dos teníamos casa en Sant Martivell (Girona). Cuando llegué a Nueva York, me enseñó la ciudad y trató de seducirme para unirme a su trabajo en Tiffany, algo que por suerte no hice. Luego diseñé y comisioné su gran retrospectiva en Nueva York, 1990.

–Otro de los legados que se trajo de Nueva York fue su paso por Studio 54. ¿Volvió de allí por miedo al sida?

–Por la tristeza. Fue tremendo, no sabíamos lo que era, se decía: si vas a tal bar, te pica un mosquito o algo parecido que te hace perder la musculatura y luego te mueres. Afectaba a los más malditos. Cuando el sida llegó aquí, en el 82, al menos ya tenía un nombre. Yo me considero un superviviente, porque además en aquel entonces éramos muy promiscuos. Ahora reivindico que me salvé por la inmunidad que me dio la mierda de vaca.

–Regresemos a la infancia. Con 10 años sus padres vuelven de Venezuela y se instalan en una Barcelona desarrollista. Dice que le costó adaptarse, ¿los hijos de emigrantes no eran una avanzadilla en aquella España tan gris?

–Sí, pero éramos de pueblo. Cierto es que ser hijo de emigrantes te abría a un mundo sin fronteras: el mundo estaba más allá de Vigo. Todo te llegaba de más allá del Atlántico: el afecto, el futuro, el bienestar, las noticias. Pero Barcelona supuso salir de una burbuja que era el pueblo y el internado de los Maristas para hijos de emigrantes. La ciudad era agresiva, y además teníamos unos padres a quienes descubrir. Y yo tuve miedo a perderlos antes de ganarlos.

–¿Cómo dio con la Massana?

–Mi inquietud era claramente artística, era el solista del coro, cantaba en la catedral de Ourense los domingos; era el primero en clase de dibujo, en patinaje artístico, en humanidades. En Barcelona fui un inadaptado hasta entrar en la Massana.

–Sus primeros pasos como diseñador gráfico giran en torno a la Gauche Divine, en ‘Bocaccio’. ¿Cómo se introduce un gallego desconocido en aquel mundo tan selecto?

–Porque había un portero vecino de mis padres que me dejaba entrar aunque fuera menor. Y era el perfecto voyeur: no hablaba con nadie, bailaba y, si podía, ligaba. Y cuando salió el número uno de la revista de Bocaccio allí me fui con mi porfolio: me recibe Vázquez Montalbán y me dice que adelante, que buscan ilustrador para una nueva sección, y luego montaron Por favor, y me ofrecí para hacer humor gráfico.

–Hasta que un día, siendo director artístico de La Vanguardia-Mujer, un fotógrafo no se presenta y usted tira de su cámara. ¿La casualidad existe o la fotografía era la síntesis de todo lo que había hecho?

–Según la Coixet, todo en mi vida había sido una preparación para ser fotógrafo. No soy consciente, pero sucedió en un momento muy oportuno.

–“La mirada es lo más esencial de un personaje”, dice. ¿Y la fotogenia?

–Tal vez no exista, todo depende de cómo te iluminen: la luz saca el alma a relucir. Un retrato es una labor de dos: tiene que haber una comunicación y a partir de ahí, hay que limpiar al personaje de todas sus intenciones preconcebidas, porque lo que la cámara ama es la autenticidad, no lo impostado. Laura Ponte sería para mí el animal perfecto, y lo peor, cuando el personaje pretende dar una imagen de intelectual.

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