El agua que cae

Paseo bajo la lluvia, en Sevilla, durante la borrasca Karlotta

Paseo bajo la lluvia, en Sevilla, durante la borrasca Karlotta / M. L. López

Armando Álvarez

Armando Álvarez

También yo me carcajeé al escucharlo. “Esto no es como el agua que cae del cielo sin que se sepa exactamente por qué”, exclamó Rajoy. Todos creíamos saberlo. Lo habíamos estudiado de niños, en Naturales. Nos lo habían refrescado Los Toreros Muertos. No lo encubría el enigma de los logaritmos neperianos ni se enredaba en la conjugación de los pluscuamperfectos. El ciclo del agua se retrataba en aquellos dibujitos coloreados en verde, pardo y azul: ríos, mares, nubes; evaporación, condensación, precipitación... Nadie suspendió jamás esa pregunta.

Rajoy padecía brotes poéticos. Y aún los padecerá, aunque ya nadie lo escuche. Misteriosamente, incluso para sí, alcanzaba significados profundos. Al final de sus laberintos, ese alcalde que quiere que sean los vecinos el alcalde, nos aguardaba la verdad. Un asomo, al menos, aleteando brevemente antes de desvanecerse. Hoy entiendo perfectamente qué nos quería explicar. Rajoy no se cuestionaba sobre el hecho en sí irrebatible del agua que cae, sino cómo nos afecta. No por qué llueve, sino por qué así sobre nosotros. Al contrario que a Aznar, cuyo rostro refleja cada vez mejor su alma tenebrosa e industrial, el tiempo ha reivindicado la frágil delicadeza de Rajoy.

Siempre me había gustado la lluvia. No solo la aceptaba o me resignaba a ella. He sido un yonqui de la lluvia; su apologista y su devoto. La he celebrado mojándome el rostro y chapoteando en los charcos. He bailado con ella, cuando el viento la sesgaba, y he admirado la furia divina de sus diluvios. Nada mejor para mí que un día de orballo, al borde justo de la melancolía. Nada peor que un día de bochorno, anhelando el alivio de la tormenta. La lluvia despejará los humos, pensaba. La lluvia limpiará nuestros pecados. Mi nacionalismo gallego se ha basado en la lluvia.

Era otro yo. No me llueve igual. Nunca ha llovido a gusto de todos, pero ya ni siquiera llueve o dejar de llover a mi gusto. De un tiempo a esta parte todo me inquieta de ella. La añoro en invierno, si se ausenta un tanto. Ojeo las tablas de milímetros cúbicos. Me indigno contra los negacionistas del cambio climático. Sufro pesadillas de desertización. Me imagino sedientas a mis hijas y a sus generaciones. Y sin embargo, a la vez, me aplasta esta lluvia de abril. El pronóstico meteorológico de la semana determina mi ánimo. Oteo con desesperación la quiromancia de los cumulonimbos. Persigo los débiles rayos de luz que se cuelan entre sus costuras.

Me he hecho viejo, en suma. No lo he notado tanto en la presbicia o la ciática como en la humedad que me macera los huesos. No tanto en mis enfados o mis incomprensiones como en la tristeza de las tardes grises. Ya no hablo del tiempo para rellenar los silencios en el ascensor, sino con sincera preocupación. En alguna ocasión he fantaseado con mudarme a latitudes cálidas. Nos engaña esa impertinencia de sentir que nos pertenece la edad que sobrevolamos en cada instante. He sido un mocoso feliz con sus ropas caladas. Seré un anciano vuelto al sol en el banco del parque.

La lluvia nos acompaña siempre en el tránsito como un calendario biológico. Es mentira que procedamos de la tierra y a la tierra regresemos. El agua inunda nuestras células. Nacemos empapados. Y en algún momento los océanos, de los que surgió la vida, reclamarán nuestras tumbas igual que acogen ahora nuestras cenizas. No me angustia esta lluvia que me escalofría, sino la pronta certeza de que yo mismo lloveré.

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