Entre la realidad y la leyenda

La cultura popular mantiene vivos los relatos de navegantes fascinados por el magnetismo de la Costa da Morte

Faro de la isla Lobeira grande

Faro de la isla Lobeira grande

Mario Crespo

Perdidas en la inmensidad del Océano Atlántico, como escurridizos puntos negros sobre el mapa, se encuentran las Islas Azores. Un archipiélago descrito por uno de los primeros exploradores portugueses que desembarcaron en él como “montes de fuego, viento y soledad”. Nueve pedazos de tierra que que se enfrentan sin parapeto a la monotonía oceánica. Símbolos de resistencia, metáfora de la lucha entre la tierra y las aguas, entre el lecho y la superficie. Quienes visitan las Azores suelen volver fascinados. Atraídos por una energía que actúa sobre las emociones. Su embrujo radica también en sus mimbres para crear leyendas, historias de ficción, crónicas, para alimentar el imaginario colectivo y dotarlo de la magia que poseen los lugares fronterizos.

Y es que los relatos de marineros han regado la historia de la literatura dejando en ella su cerco de salitre. Navegantes, exploradores y, por supuesto, cazadores de ballenas, han servido para sustentar narraciones fascinantes que alcanzaron su cénit, y mayor fama, con el Moby Dick de Melville. Sin embargo, bajo la sombra de esta cumbre literaria se esconden libros excelentes que nos transportan hacia esa dimensión donde existe lo inventado, donde vivimos mientras leemos.

Uno de ellos es La Dama de Porto Pim, del malogrado Antonio Tabucchi. Se trata de una suerte de miscelánea nacida de un viaje del autor italiano a las islas Azores en busca de las historias de los últimos balleneros. Un libro extraño que combina leyendas, relatos breves y fragmentos varios. Pues bien, en uno de los textos Tabucchi habla de un bar en los confines del mundo. Un local real cuyo nombre es Peter’s Café Sport. Según la descripción del autor italiano, el Peter’s Bar es “algo intermedio entre una taberna, un lugar de encuentro, una agencia de información y una oficina postal”. Cuenta Tabucchi en su libro que, como todos los barcos tienen que pasar por Horta, en la isla de Faial, donde se encuentra el establecimiento, “del tablón de madera penden notas a la espera de que alguien venga a reclamarlas”.

Algo similar al magnetismo de las Azores se da en la coruñesa Costa da Morte. El aura de misterio de este tramo que despide España para saludar al Atlántico se debe a factores geográficos (la sensación de caminar sobre un territorio fronterizo), climáticos (la bruma envolvente que va y viene), históricos (la leyenda que envuelve la zona, una suerte de mitología derivada del número de naufragios que se han producido frente a sus costas) y biológicos (la certeza de estar rodeado de peces, de delfines e incluso de ballenas).

Como sucediera en las Azores, las ballenas llegaron a darse por extinguidos en la costa gallega tras la caza indiscriminada que se llevó a cabo a largo del siglo XX. De hecho, en las inmediaciones de Cee aún se puede visitar, a pesar de lo inaccesible de su emplazamiento, la antigua ballenera de Caneliñas, que estuvo en funcionamiento hasta 1984 y que conserva su rampa para cetáceos, sus piscinas (una especie de chiqueros acuáticos) y sus naves de despiece. Frente a la factoría, alterando la uniformidad sublime del mar, se encuentra la Lobeira Grande. Un islote donde se erige un enorme faro que estuvo en funcionamiento hasta 1923 y en cuyo almacén se procesaba salazón. Es fácil imaginar cómo debía de ser aquello hace muchos años, con bergantines atracados, marineros borrachos, arponeros violentos y naufragios trágicos. La isla se puede visitar en la lancha de un marinero de Corcubión que te abandona en ella para regresar más tarde a recogerte. La sensación de soledad que se siente allí es estremecedora. La puesta de sol frente al cabo de Finisterre también. Durante el trayecto se pueden avistar delfines, que saltan, juegan y chapotean junto a la embarcación.

Ballenera de Caneliñas, desde arriba.

Ballenera de Caneliñas, desde arriba. / FDV

Pero además de todo esto, y de las playas paradisiacas o las excelentes marisquerías, la Costa da Morte también tiene su bar fronterizo. Un local que se encuentra en algún punto (o punta) entre Muros y Fisterra. Un establecimiento que remite a la descripción que, primero Tabucchi y después Vila-Matas (que viajó a las Azores expresamente para conocer el local), hacen del Peter’s Bar en sus textos. La primera vez que me introduje en esta tasca pensé en el Peter’s Bar, pues se trata también de un viejo edificio, utilizado otrora para la pesca, cuyo interior se encuentra revestido de madera. Al igual que en el Peter’s, sus paredes están está plagadas de fotos de marineros, de mapas, de cuerdas con nudos y amarres, pero también de objetos extraños y descontextualizados, como una zapatilla de tacos del atleta del atleta Yago Lamela.

Sin embargo, la esencia de este lugar reside sobre todo en sus gentes, en los parroquianos, que junto a turistas y viajeros conforman un palimpsesto humano de difícil comprensión y perfecta adecuación. En el bar de la Costa da Morte se bebe, se fuma y se arreglan asuntos locales, regionales e incluso estatales. A pesar de su cercanía al mar, desde su terraza no se puede divisar el agua, que aguarda oculta al otro lado del edificio. En contrapartida, los atardeceres son cercanos y cálidos. Pararse en él siempre acarrea sorpresas, pues, aunque no cuenta con una programación musical definida, de vez en cuando aparecen por su terraza grupos que tocan en directo de forma altruista. No obstante, cualquier cliente puede coger la guitara que cuelga de una de las paredes y comenzar una fiesta. Improvisar, crear sobre la nada. Llevar unas sardinas y asarlas en su parrilla. Venderlas. Compartirlas. Este lugar es un folio en blanco esperando a que sus clientes escriban la historia.

Debido a ello, y a fin de salvaguardar su esencia, prefiero ocultar su nombre, mantenerlo en un plano literario, mitológico, como si fuera parte de una novela. Una de piratas. 

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