Defensa encendida del inodoro inteligente

Hemos evolucionado mucho en el mundo del inodoro, pero no lo suficiente.

Hemos evolucionado mucho en el mundo del inodoro, pero no lo suficiente. / FARO

Fernando Franco

Fernando Franco

No sé por qué la Edad Media siempre despertó en mí un influjo especial. Acabo de leer un artículo de factura académica sobre la higiene en esa travesía humana entre la Edad Antigua y la Moderna que me sirvió para constatar su inexistencia. Los baños, el aseo, o simplemente el contexto de limpieza prácticamente no existían. Las cosas han cambiado mucho hasta hoy pero no es suficiente: yo sostengo que el principal invento que merecería el aplauso más unánime y más se agradecería del siglo en que andamos, tras el Internet de banda ancha, las criptomonedas o el sistema de reconocimiento facial, no ha de ser un reto como la caza de neutrinos, por mucho que nos puedan explicar el origen del universo, sino algo que nos elimine el ingrato y poco edificante uso del papel higiénico en el baño y lo sustituya por alguna alternativa más elegante y de menor rebajamiento.

Ir al baño cada día es la necesidad más humillante a que estamos sometidos los humanos, una esclavitud degradante que atenta contra la belleza y la creación de poesía. Por fortuna, Neruda no pensó en ello cuando dedicó a su Albertina los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. La historia nos ha dejado inventos impresionantes ante los que siempre nos preguntamos por qué no se nos había ocurrido antes, como poner ruedas a las maletas, que tantos sufrimientos hubieran evitado a nuestros emigrantes. ¿Cómo en estos tiempos de computación cuántica, de reprogramación celular, de revolución “verde” y de agricultura de precisión, no ha salido un Leonardo capaz de eliminar el papel higiénico y sustituirlo por mecanismos menos vejatorios?

No voy a mentir. Creo que la mayor admiración que he despertado entre mis amigos no está en mi naturaleza sino en los adelantos de mi cuarto de baño. Más que nada me refiero a mi inodoro inteligente, que goza de las últimas tecnologías, con sensores de aproximación y sensores de detección en el propio asiento. Tú entras y, al acercarte, se enciende en él una luz circundante que te recibe con alegría. Cuando te sientas dispone de tapa calefactada y,  tras la humillante faena, de un chorro con orientación masculina o femenina según se tercie, además de secado con aire caliente. No le falta más que una melodía que te reciba, para la que, tras asesorarme con Javier Ferreiro, alma del musicófilo Vitruvia Café, podría ser el coro de In taberna... de Carmina Burana.

Imagino que esta demanda parecerá una frivolidad decadente a quienes están metidos en más altas faenas como especular sobre el sentido del ser, la memoria histórica o la aparición del Me Too. Una cosa no excluye a la otra y seguro que tan altas meditaciones se verán mejor atendidas si no tienen que rebajar cada día su mente a la altura del papel higiénico. Hemos mejorado mucho desde aquella Edad Media en que las mujeres hacían sus necesidades sin quitarse el vestido y los hombres se casaban en mayo porque hacía mejor temperatura para darse el único baño del año. Aquel tiempo en que los abanicos no eran para mitigar el calor sino el hedor. Ahora, superado el problema del tufo hediondo por la falta de higiene, nos queda articular mecanismos para hacer menos ultrajante el paso por el cuarto de baño.

Hubo un tiempo en que, por razones que no vienen al caso, pasé casi dos años con frecuentes incursiones de supervivencia en medio de la floresta, durmiendo en los recovecos de la naturaleza, sin grifos ni lavandería ni mudas ni más papel higiénico que las hierbas del campo. A todo te acostumbras pero, ya instalado en el confort de la vida urbana, pienso que en el toilette está ahora un reto principal del siglo XXI: hacer más llevadera y estética la tarea evacuadora cotidiana.

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