Opinión | Crónica Política

El maná

Visto lo visto –por ejemplo, el dato publicado por FARO acerca de que diez mil personas han reclamado a la Xunta que sus contratos temporales en la administración pasen a ser fijos sin oposiciones–, caben pocas dudas de que al Ejecutivo del señor Feijóo le aguardan tiempos turbulentos. Cierto que ha de estar ya hecho a las dificultades –en sus cuatro legislaturas lleva ya tres crisis de enorme dimensión: la económica de 2008-12, que aún se nota, la sanitaria del COVID y la laboral que la pandemia ha provocado–, pero, aun así, habrá atender al futuro menos pensado.

Y es que a los anhelos, que nadie puede en justicia calificar de injustificados, que exponen los firmantes cabría añadir otros bastantes miles más del personal interino que soporta durante demasiados años una situación inestable. Reconocida de facto, conste, por el propio Gobierno gallego, que está procediendo a convocar miles de plazas de funcionarios en las que pueden participar los eventuales, a los que se les reconoce –qué menos...– puntuación por los servicios prestados. Pero, aun así, no son pocos los que se quedan por el camino.

A partir de esta situación, de la que se ha vivido en los últimos años y de la que, si alguien no lo remedia a tiempo, podría seguir en el inmediato futuro, resulta lógico que, además de los grupos citados, muchos otros de ciudadanos sin trabajo o con empleos amenazados vean en los puestos públicos una especie de maná caído de los cielos administrativos. Porque, más allá de los inconvenientes que suelen argumentar con razón los funcionarios, eso de tener un empleo en principio vitalicio y, salvo congelaciones o alguna rebaja circunstancial, una nómina segura cada mes es lo que en Galicia se conoce como un “chollo”.

Se dice lo que precede sin la menor intención de faltarle al respeto a los que tienen de lo que no es un privilegio –aunque a veces lo parece–, pero también sin timidez por calificarlo como se califica. Y, ya puestos, conviene insistir en algo expuesto: una parte no precisamente menor de la responsabilidad de que se vea desde la gente del común como envidiable la condición funcionarial –que no se regala: lograrla implica un considerable esfuerzo– la tiene el propio sistema. O, para ser exactos, los gobiernos, que publican como una hazaña el número de puestos públicos que crean y que anuncian como un mérito de su gestión.

Mientras todo eso sucede, la Unión Europea, que nutre de fondos destinados a la renovación de estructuras económicas tras la pandemia, pero que avisa de que en plazo corto volverá la obligatoriedad de ajustarse a déficits prefijados, observa lo que se hace aquí. Y es casi seguro que, entre otras actitudes, la hiperinflación administrativa no es que desagrade en Bruselas, sino que acabará forzando una reforma a fondo. Pero da la impresión de que quienes gobiernan han optado por el refrán antes citado según el que “quien venga detrás, que arree”. Muy carpetovetónico, por cierto.