Dramatis Personae

El legado

Los restos de Martin Bormann, hallados durante unas obras en Berlín en 1972.

Los restos de Martin Bormann, hallados durante unas obras en Berlín en 1972. / FDV

Armando Álvarez

Armando Álvarez

La genética es una fuerza poderosa. Nos define, nos pronostica y nos condena. Cataloga a todos los que nos han precedido. Nos conecta a todos los que nos sucederán. Es el único legado inevitable que recibimos y que entregamos. A veces, una herencia obvia a la que nos resignamos. A veces, una semilla durmiente que nos sorprenderá. Será la longitud de nuestras piernas o el alcance de nuestra ira. Será la forma exacta del mentón o la prevalencia de una enfermedad. Todos, de alguna manera, nos acabamos pareciendo a nuestros padres. Todos nos intuimos en la insinuación de nuestros hijos.

Mi hija pequeña es el vivo retrato de mí mismo a su edad. Incluso ella, que siempre lo había negado con vehemencia, se ha rendido a la evidencia de una fotografía aportada por su abuela. Yo ya era como mi madre. Mi hija no teme la nariz que ahora posee, sino la nariz que habrá erupcionado cuando su incipiente adolescencia se despeje. No le disgusta su alegría vaporosa, sino mi socarronería tenaz. No lo que es, sino lo que yo le amenazo que será. Nadie, en realidad, desea conocer su futuro. Ni siquiera aunque le haya prometido a mi hija la longevidad de sus ancestros. Preferimos soñarnos completamente libres.

Es una rebeldía natural. No recuerdo a quién le oí que los hijos son como un viaje a la Luna. Despegan con furia tras una minuciosa preparación y se alejan de nosotros hasta la cara oculta. Con suerte, si no se pierden en el espacio infinito, acabarán regresando. Los aguardaremos como a héroes o los rescataremos del mar. Y cuando se quiten la escafandra, el tiempo habrá transcurrido a otra velocidad. Siendo genuinamente ellos, se habrán convertido en nosotros.

No es sólo la apariencia. Ahora que me abismo a los cincuenta, comprendo que me he transformado en mi padre, aunque él fuese moreno y chaparro. Recolecto los restos de los platos para que no se desperdicie comida. Paseo por el barrio repartiendo sonrisas amables y bromas ligeras. Intento comprender al otro. Predico la bondad. No sé en qué medida obedezco al cromosoma o elijo yo. Cuánto le debo al aprendizaje y cuánto a la química. Los científicos todavía no pueden tasarlo con precisión. Me parezco a mis padres, o sea. Lo intento y lo deseo, aunque el patrimonio incluya la espalda cargada, el culo escurrido y la pierna fina. Los padres siempre nos referencian, aun los huidos o ausentes; también para negarlos o desanclarnos.

Cuenta Carlos Joric que Martin Adolf Bormann, ahijado de Hitler y primogénito de su abyecto secretario personal, creció feliz en el Berghof. Es fácil imaginarse ese refugio alpino como un paraíso infantil, ajeno a los horrores lejanos, aunque también lo adoctrinasen en un internado. Su padre murió en las postrimerías de la guerra, mientras intentaba huir de Berlín. Su madre, de cáncer tras escasos meses. Martin Adolf abrazó el catolicismo y se ordenó cura. Intentando escapar quizá de su segundo nombre y su apellido, se mudó como misionero al Congo. Nadie escapa al espejo. Calca a su padre en los retratos, salvo por la barba y la sotana.

Martin Adolf colgó después los hábitos, se casó y trabajó como profesor. Y acabó asumiendo una realidad compleja. Detestaba al reichleiter Bormann, aquel jerarca nazi que lo abofeteaba y que con tanta saña había perseguido a las iglesias cristianas. Amaba a Martin, aquel padre que de niño lo había sentado en su regazo. Martin Adolf convivió siempre con su propia dualidad. Acabó impartiendo charlas de concienciación sobre el Holocausto. Su imagen de decencia se agrietó cuando, ya octogenario, varios alumnos lo acusaron de abusos. Sembramos en nuestros hijos sus demonios y sus ángeles; sus pecados y sus redenciones. El odio y el amor son fuerzas poderosas. El único legado que está en nuestras manos.

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