Dramatis Personae

Salazar y la Geoda

Un tanque en Lisboa en 1974

Un tanque en Lisboa en 1974 / ANTONIO AGUIAR

Armando Álvarez

Armando Álvarez

Antonio Oliveira de Salazar se pasó sus dos últimos años encamado. Un golpe fortuito en la cabeza lo baldó para los restos. En la oscuridad de su alcoba de São Bento, sin embargo, el octogenario dictador creía seguir sujetando las riendas de Portugal. Nadie se había atrevido a decirle que Marcelo Caetano lo había sustituido al frente del gobierno. Cada día confeccionaban un ejemplar especial del Diario de Notícias, su periódico de cabecera. En aquellas páginas escritas exclusivamente para él, el país le conservaba la devoción y los ministros atendían sus órdenes. Se le organizaron recepciones ficticias y se grabaron boletines radiofónicos que sólo se emitían en el aparato de su mesilla. Salazar se murió creyendo que nada había cambiado, aunque fuera de aquellas paredes ya se anunciase la primavera. Sobre la tierra lusa habían empezado a germinar los claveles que pronto taparían la boca de los fusiles.

Todos los políticos pretenden acomodar la realidad a sus deseos por conveniencia y vanidad igual que se hacía con Salazar por piedad o reverencia. Para todos ellos se publican periódicos y se elaboran telediarios, cincelados a golpe de prebenda y consigna. El político, incluso el más bienintencionado, acaba inevitablemente extraviándose en la burbuja de sus despachos y en el mariposeo de sus asesores. Sucede igual en Praza do Rei que en San Caetano o La Moncloa, todos ellos monasterios cartujos. La endogamia los ciega. Sus inquilinos confuden sus cuchicheos, querellas y confabulaciones con la vida que se despliega más allá de esos muros, que son sobre todo mentales.

En la oscuridad de su alcoba de São Bento, sin embargo, el octogenario dictador creía seguir sujetando las riendas de Portugal. Nadie se había atrevido a decirle que Marcelo Caetano lo había sustituido al frente del gobierno

Pero no es su exclusivo pecado. Este aislamiento, por desgracia, nos afecta cada vez más a todos. Jamás habíamos dispuesto de tantas herramientas de comunicación ni habíamos estado tan ensimismados. Creyendo saberlo todo, resultamos más ignorantes que aquel neandertal vagabundo que sabía nada y que precisamente por eso se abría a las maravillas que le aguardaban al otro lado del horizonte. Hemos dejado de viajar, por mucho que nos desplacemos.

No solo acudimos voluntariamente a los medios que refuerzan nuestra ideología. Como a Salazar sus adictos, los algoritmos nos construyen un mundo a nuestra medida en las plataformas y las redes antisociales. Cada mensaje, vídeo o propuesta nos retroalimenta en inclinaciones, gustos y militancias. Y si alguna contradicción se nos cuela por el filtro de lo que habíamos requerido, podemos librarnos de esa incomodidad con un simple desliz del dedo sobre la pantalla. Somos cada vez más lo que ya hemos sido, pensando lo que ya habíamos pensado. Se nos niega la maravillosa posibilidad del cambio o al menos del matiz, que es casi más importante. Y así las opiniones se extreman y la empatía se difumina. Tenemos todos los datos, pero nadie conoce a nadie.

Vivimos enclaustrados en una geoda que nos refleja, con sus espejos como únicos interlocutores. Es difícil pelear contra la tentación de autoengañarnos, que tan bien aprovechan los que nos manejan y programan. Necesitamos esforzarnos de manera consciente en romper ese bucle por el que transitamos; leer una opinión contraria, asomarnos a una película sin trailer, salir de las trincheras... Porque esta vez no habrá claveles sino ortigas; no aquel jovial abril, sino un largo y duro invierno.

Suscríbete para seguir leyendo