Pocoyó

Un hombre se mira al espejo buscándose a sí mismo.

Un hombre se mira al espejo buscándose a sí mismo.

Armando Álvarez

Armando Álvarez

Yo vivo conmigo mismo siempre, en cada instante y en cada estancia. Me habito más incluso de lo que quisiera. Nunca cojo vacaciones de mí. Ni siquiera algún día de asuntos propios. Nada tengo más propio que yo. He vivido conmigo desde que nací, según cuenta mi madre, y seguramente ya en su útero. A veces, ante el espejo, pareciera que es otro el que me devuelve la mirada. Por supuesto que puedo sorprenderme. De algunos enfados me repongo extrañado, como de algunas siestas y de algunas borracheras. En general me reconozco en ese tipo desgarbado y desaliñado, que me observa y que me palpa.

Vivo conmigo, insisto, como cualquier animal consciente de sí, con contrato de inquilino. ¿Cómo será ser sin saber que eres? En ocasiones, desde luego un alivio. Yo me acompaño en mis aciertos y en mis errores. En mis filantropías y en mis miserias. Me presencio cuando odio y cuando amo. Soy víctima y culpable en todo lo que pienso. Según el caso, me juzgo con severidad o con indulgencia. Me he pasado noches enteras despierto, reprochándome. He presumido ante mí. Tienes que quererte más, me aconsejo. Tienes que vanagloriarte menos. Sólo yo sé lo mucho que codicio y envidio. Sólo yo, lo mucho que perdono y comprendo. Porque siendo siempre yo, estando siempre conmigo, de puertas afuera me interpreto. Todos salimos a escena, ante los demás y ante nosotros. En ese papel también soy yo, incluso cuando me niego.

Crecemos en lo que somos, repite mi suegro. No estoy seguro. Somos lo que somos, como lo que hemos sido y lo que seremos. Pero no necesariamente iguales ni necesariamente más nosotros con los años. Desde luego, no necesariamente mejores ni al contrario. Depende. Me conocí bien de joven. Estuve muy íntimamente conmigo en aquella época de descubrimiento. Si me recuerdo y me comparo, no me percibo hoy más sabio ni me impongo en mis razones. De alguna manera me añoro. Siempre pecaba por exceso. Abrazaría con cariño a aquel yo, ahora que peco por defecto.

Como jamás me suelto ni me desprendo, me cuesta calibrar lo que caduco. Entonces, de repente, algo me desnuda las arrugas y cae el velo. La presbicia me ha dislocado y ya me crujen las cuadernas. Hay nombres que se me quedan balbuciendo en la punta de la lengua. He empezado a olvidar las historias que me han colmado. Estoy archivando los deseos incumplidos. Me precipito paso a paso en lo que no seré, alejándome.

En esos instantes de lucidez, aunque sigo conmigo, aunque todavía me pertenezco, siento como si me difuminase. Oigo a lo lejos el rumor de mi derribo. “Ya no soy el que era”, pronunciamos todos en alguna ocasión. Creo que aun siendo yo, no pudiendo ser otra cosa aunque lo pretendiese, en verdad lo soy un poco menos. Esta semana me he irritado con una aplicación del teléfono. Era un simple formulario burocrático de una liga recreativa de baloncesto, que antes se rellenaba a mano. Se me antojó un laberinto indescifrable. Queriendo encontrar la salida, entendí que me estoy perdiendo. Es como si la vida me expulsase de mí a la vez que de sí.

Nos llega el momento en que la realidad amenaza con abandonarnos en la cuneta. El mundo no nos identifica cuando nos hemos extraviado. Envejecer consiste en ese progresivo desalojo. Nos aguarda el desahucio, por fuera y por dentro, cuando concluya el camino. Me aferro con fuerza, entretanto. Este pocoyó, aquí conmigo, es todo lo que me queda.

Suscríbete para seguir leyendo