Mujeres fuera de serie

Una misionera a brazadas por la vida

Rosario Dueñas era una joven promesa de la natación que llegó a subcampeona de España. Su carrera se truncó cuando una terrible explosión de gas se llevó a su abuelo y a ella le dejó secuelas de por vida. Tras una larga recuperación, descubrió que su verdadera vocación era ayudar a los más necesitados. Trabajó en Filipinas y en Calcuta junto a la congregación de la Madre Teresa y hoy, ya en Madrid, sigue su misión.

Rosario Dueñas, esta semana en su casa en Madrid.

Rosario Dueñas, esta semana en su casa en Madrid. / José Luis Roca

Amaia Mauleón

Amaia Mauleón

En su rostro, en su cuerpo, en sus manos, quedó marcada para siempre la tragedia ocurrida aquel 7 de junio de 1979, cuando una explosión de gas paralizó su vida. Sin embargo, cuando uno escucha hablar a Rosario Dueñas, en seguida su aspecto pasa a un segundo plano ya que su vitalidad, entrega y optimismo abren la puerta a una historia muy distinta.

Rosario era una deportista de élite. Llegó a ser campeona gallega de natación y subcampeona de España. El terrible suceso -que se llevó por delante la vida de su abuelo y dejó su cuerpo, con solo 19 años, cubierto de quemaduras- no ahogó, sin embargo, todos sus sueños. Tras una larga y compleja recuperación -primero física y más tarde mental- esta mujer fue capaz de renacer y emprender una nueva travesía de entrega a los más necesitados que la llevó a trabajar junto a la madre Teresa de Calcuta.

Hoy, a los 64 años, esta madrileña criada en Ourense nos cuenta su historia. No puede demorarse demasiado porque su día a día es realmente ajetreado. Dice que está jubilada, pero el ritmo que lleva entre el voluntariado en el hospital, el taller de lectura con mujeres en situación de exclusión de Cáritas y las visitas a enfermos de su parroquia no le deja mucho tiempo libre. Ni lo quiere. Se la ve feliz y satisfecha. Y, como todo lo que hace en su vida, recuerda sus vivencias con pasión y uno se siente muy afortunado de poder escucharla.

  • ¿Quién soy?

    "Una sencilla mujer que está de paso y quiere ganarse el cielo en la Tierra"

Rosario se crió, como ella dice, “en una familia de trotamundos”, lo que ya abrió su mente desde niña a un mundo sin fronteras. De padres extremeños -Francisco y Amada- Mariqui (como la conocen todos) y sus dos hermanos se criaron entre Madrid, Miranda del Ebro, Lugo y, finalmente Ourense, donde se asentaron cuando ella tenía 12 años y su padre, químico, montó su propia empresa de colas, adhesivos y tuberías de PVC.

Fue precisamente a su llegada a Ourense cuando Mariqui dio sus primeras brazadas, mientras estudiaba primero en las Josefinas y después en el instituto As Lagoas. “Tenía un grupo de amigos que iban al Club Santo Domingo; empecé a acompañarlos y descubrí que me gustaba la natación”, cuenta. A pesar de haber comenzado tarde, rápidamente la joven mostró un talento innato para este deporte. “El primer equipo en el que nadé fue el de la Sección Femenina, que entrenaba Joaquín Quintas, ¡la torta de años han pasado!”, ríe al recordarlo.

Rosario se crece ante las dificultades y asegura que quedar última en su primera competición la animó a duplicar los esfuerzos y convertir la piscina en su segundo hogar. “Me lo empecé a tomar muy en serio; entrenaba antes de entrar en el colegio, a medio día, por la noche y todos los fines de semana; se acabaron los guateques y todo lo demás: me dedicaba solo a entrenar, pero estaba muy contenta”, relata. Los resultados no se hicieron esperar y la joven se hizo en unos años con los títulos de campeona de Galicia y subcampeona de España.

Rosario (dcha.), en sus años de estudiante.

Rosario (dcha.), en sus años de estudiante. / Cedida

Vivir el momento presente es uno de los puntos esenciales en la filosofía de vida de esta mujer. Lo aprendió con mucho dolor aquel día de 1979 cuando encendió una cerilla y una tremenda llamarada cubrió su cuerpo y su hogar en Ourense sin dejarle ni siquiera tiempo para escapar. Falleció su abuelo Francisco, que precisamente estaba de visita, mientras que ella estuvo durante meses ingresada en la Unidad de Quemados del Hospital Juan Canalejo de A Coruña de donde salió recuperada “por el excelente trabajo del cirujano Francisco Martelo, a quien le debo lo que soy ahora físicamente”, pero con secuelas de por vida.

Rosario admite que le costó muchos años aceptar su nuevo aspecto y volver a quererse, pero después fue capaz de ver aquello como un regalo de Dios: “Me considero una persona afortunada; el sufrimiento es un gran regalo que el señor te da y si lo aceptas voluntariamente te hace muy fuerte”, asegura.

La tragedia cambió la vida de toda la familia. “Mi madre se mudó a A Coruña junto a mi hermano pequeño para poder estar conmigo y mi padre venía todos los fines de semana desde Ourense; fue duro para todos”, relata Rosario. Lejos de sobreproteger a su hija, al poco tiempo de estar recuperada los padres la animaron a ir a estudiar a Londres. “Fue una decisión estupenda porque los meses que me quedé en Ourense me encerré en casa y todo me lo daban hecho; aquello no podía ser así”, agradece.

Rosario, en el centro, junto a su familia.

Rosario, en el centro, junto a su familia. / Cedida

Así, en 1981 hizo las maletas y durante los siguientes 5 años se formó en el idioma; cuatro años en Inglaterra y uno más en la Universidad de Ucla (California). A su regreso a Galicia comenzó a trabajar dando clases de inglés a profesionales y a sus hijos. “Me ganaba muy bien la vida y estaba contenta, pero sentía que me faltaba algo”, apunta.

Fue un viaje a Kenia, que hizo con una antigua amiga que trabajaba en una agencia, el detonante del cambio de rumbo que tomaría a partir de entonces su vida. “En Mombasa mis ojos vieron y mi corazón sintió; conocí a unos misioneros y quise trabajar con ellos, ayudando a los más necesitados, una inquietud que en realidad tenía desde niña”, cuenta.

Decidida, en cuanto volvió a casa escribió una carta a la organización, que estaba en Roma, ofreciéndose como voluntaria a tiempo completo. Meses después le contestaron que en Kenia no podía ser debido a la situación política, pero le ofrecieron ir a Filipinas. Rosario no lo dudó y en 1991 se embarcó al país asiático contando, de nuevo, con el apoyo de sus padres. 

Sus primeros pasos como misionera laica fueron junto a las Esclavas del Sagrado Corazón, dando clases de apoyo de inglés a escolares de los suburbios y en un programa de alimentación para los más pequeños.

En Filipinas conoció de cerca el trabajo de las Misioneras de la Caridad -congregación fundada por la Madre Teresa de Calcuta- y quiso unirse a ellas. “Vi cómo vivían, cómo servían, sus votos… y me llamaron mucho la atención. Al principio compartía mi tiempo entre las Esclavas y las Misioneras hasta que decidí centrarme por completo en la congregación de Teresa de Calcuta”, recuerda la gallega, que trabajaba con los niños del hogar ‘Gift of Love’ en Naga.

Rosario, en Filipinas.

Rosario, en Filipinas. / Cedida

Sin embargo, Rosario no se conformaba con trabajar con ellas: quería ser una Hermana de la Caridad. En una de las visitas de la Madre a Manila logró tener un breve encuentro con ella y manifestarle su deseo. “Tras un largo viaje de 16 horas tuve 7 minutos para decirle que quería unirme a ellas. Me cogió las manos, mis muñones, y me dijo que no podía hacer el trabajo así, pero que me aceptaba en la vida contemplativa. Me entró tal congoja que no podía parar de llorar en su hombro”, recuerda. “No fui capaz de explicarle que, a pesar de mis limitaciones, llevaba años trabajando con las manos, que era capaz de hacerlo”.

Al regresar a Nago, Rosario cuenta que quiso encargarse de las tareas más duras, en la cocina, “levantando ollas, llevando sacos, haciendo arroz para 300 personas… Hasta que caes: fue soberbia pura”, confiesa.

En esa tesitura le llegó la esperada carta de la Madre Teresa en la que la invitaba a ir a Calcuta para comprobar si verdaderamente podía convertirse en una Hermana de la Caridad. “Llegué a Calcuta en el 95 y estuve un año completo con ellas, cuidando de los leprosos y otras labores, y ví lo que el señor me estaba pidiendo. Fue duro pero lo que vivía era un sueño”, explica.

Rosario Dueñas (izda.), en Calcuta.

Rosario Dueñas (izda.), en Calcuta. / Cedida

En 1996 regresó a Filipinas y permaneció hasta 1999 trabajando con las Misioneras de la Caridad, dedicada a los niños, “a esos niños que nadie quiere y ni siquiera se pueden escolarizar, y logramos construir una escuela para ellos”.

Hace tres años, la gallega se puso ante la cámara y ofreció su testimonio sobre su experiencia junto a la santa en el documental “Amanece en Calcuta”, de José María Zavala.

Los problemas cada vez más complejos con los visados y una realidad en la que “cada vez todo estaba más basado en el dinero” hizo sentir a Rosario que había llegado el momento de regresar a España. Pero no para abandonar su misión. “Volví con un proyecto bajo el brazo que las Esclavas del Sagrado Corazón me pidieron que llevase a la sede de Manos Unidas en Madrid. Me contrataron como coordinadora del Sudeste Asiático y luego de Colombia y Ecuador y viajaba de vez en cuando para hacer seguimiento de los proyectos”, resume. Así estuvo hasta 2013, cuando se “jubiló”.

Y lo ponemos entrecomillado porque, realmente, desde su jubilación Rosario sigue a diario dedicando la mayor parte de su tiempo a ayudar a los demás en distintas organizaciones, aunque ahora totalmente como voluntaria.

Sólo los viernes por la tarde y algunos fines de semana Mariqui los reserva para su vida personal. Se casó en 2003 con su primo hermano y disfruta compartiendo con él largas caminatas, conociendo pueblos de España, reflexionando en la naturaleza, rezando… “Nuestra historia fue especial y bonita. Cuando yo volví a España su mujer sufría un cáncer terminal. Yo le ayudé a cuidarla y a enfrentarse a la muerte, que es algo que en Calcuta la gente sabe hacer de otra manera, es lo que se llama el buen morir, algo que aquí nos cuesta demasiado porque nos aferramos a la vida cuando, en realidad, solo estamos de paso. Fue duro, pero ella murió tranquila y surgió al cabo del tiempo un amor precioso entre nosotros”, relata.

Muy a menudo Rosario regresa a Ourense, donde aún vive su madre y residen también sus dos hermanos, pero no se ausenta demasiado tiempo por no dejar a sus enfermos. “Hay gente muy sola y sin fe se lleva fatal, por eso vemos tantos suicidios en jóvenes… ¡Ay, cómo andan las cabezas de los jóvenes y tantos mayores en soledad!”, lamenta.

Nunca volvió a nadar, aunque una de las piscinas municipales de Ourense fue bautizada con su nombre. Pero Rosario no lo dice con morriña ni con tristeza. “Ahora soy de secano”, bromea. “El señor te cierra unas puertas y te abre otras y jamás echo la vista atrás. Hay que vivir el momento presente, si piensas en el mañana te pierdes el hoy”, concluye sonriente.

Teresa de Calcuta, una vida de entrega a los olvidados

La Madre Teresa de Calcuta.

La Madre Teresa de Calcuta. / Archivo

Nacida como Agnes Gonxha en Skopje en 1910, descubrió su vocación muy joven. En 1928 ya había decidido que estaba destinada a la vida religiosa y cambió su nombre a Teresa en referencia a la santa patrona de los misioneros, Teresa de Lisieux. Dedicó 20 años a enseñar en el convento irlandés de Loreto, pero comenzó a preocuparse por los enfermos, los pobres y las personas sin hogar de la ciudad de Calcuta por lo que fundó la congregación de las Misioneras de la Caridad con el objetivo de ayudar a los marginados de la sociedad. En la década de 1970 era conocida internacionalmente y en 1979 obtuvo el Premio Nobel de la Paz. Recibió elogios de muchas personas, gobiernos y organizaciones. Sin embargo, afrontó también críticas que le achacaban una mentalidad reaccionaria y la deficiente atención en sus centros. Falleció en Calcuta en 1997 y tras su muerte fue canonizada por el Papa Juan Pablo II y proclamada Santa en 2016

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