El indio que ganó

Nube Roja, fotografiado a avanzada edad.

Nube Roja, fotografiado a avanzada edad.

Armando Álvarez

Armando Álvarez

La aceleración de la historia nos produce vértigo. Su metabolismo se ha desbocado. Antes había tiempos de auge y tiempos de ocaso. Cierto reposo en los cambios. Quizá una revolución y probablemente ninguna en el breve lapso de una existencia. Ya se nos abalanzan los vuelcos tecnológicos y culturales. Cada día se descubre el fuego y se toma la Bastilla. Compendiamos en el teléfono móvil nuestra sabiduría y nuestra confusión. Se ha fijado fecha para la eternidad. Muchos la transitarán desde su avatar. Este texto podría estar escribiéndolo una IA. El hombre ha asesinado a Dios y la máquina acecha al hombre. Hemos reemplazado y nos reemplazarán, como colonos e indios.

La Conquista del Oeste fue un proceso de ambigüedades morales, tratados y traiciones, altruismos y atrocidades. Los indios componían un mosaico diverso. Los había cazadores y agricultores, itinerantes y sedentarios, pacíficos y belicistas, fanáticos y flexibles. Se avinieron o batallaron; contra el blanco y entre sí. Nunca fueron salvajes desalmados. Tampoco ecologistas poéticos. Eran seres humanos abismados a la destrucción inexorable de su mundo. Reaccionaron desde esa complejidad, con curiosidad, desorientación, pánico, furia. Como nosotros ante el algoritmo que nos define y nos emplaza.

Los indios nunca cargaron de manera suicida contra los círculos de carretas. Salvo en las masacres de campamentos sorprendidos, solían infligir más bajas que las sufridas a compañías exhaustas, desmotivadas y diezmadas por las enfermedades y las deserciones. Ningún jefe tan exitoso como el lakota oglala Nube Roja. Su astucia táctica en la defensa de los territorios del río Powder obligó al gobierno de Estados Unidos a firmar el tratado de Fort Laramie. Sólo él ganó una guerra, que se ha bautizado con su nombre. Sabía que era un mero aplazamiento. El futuro ya estaba escrito y no les pertenecía. Durante las largas y enrevesadas negociaciones había viajado a Washington en un par de ocasiones. Presenció sus muchedumbres. Asumió que aquella marabunta los devoraría. Aunque siguió pleiteando, ya nunca volvería a pelear.

Otros caudillos más jóvenes se resistieron. Deambularon con sus clanes por las praderas y las colinas. Huyeron del ejército y lo enfrentaron. La victoria sobre Custer selló en realidad su derrota. A Caballo Loco lo cosieron a bayonetazos poco después de rendirse. A Toro Sentado lo mataron patrulleros de su piel durante la tensa época de la Danza de los Espíritus; un movimiento religioso y providencialista que prometía la redención. El último espejismo.

Nube Roja murió anciano y desprestigiado. No ha arraigado en la cultura popular. Transigió, maniobró e intentó adaptarse. Canjeó renuncias por vidas. A Caballo Loco y Toro Sentado los recordamos a caballo, mirando al horizonte. Inspiran películas y leyendas. Su rebeldía incrementó el dolor de una causa perdida. Esta vez es el mundo de muchos de nosotros el que se derrumba con cada clic; ya no de gatillo sino de ratón. Sentimos el mismo miedo y la misma ira. Y afrontamos igualmente el dilema de sobrevivir como podamos u oponernos hasta la extinción. Fuimos colonos. Somos indios.

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