¡Jei, Fernandito!

Mi memoria de Julio y su “papuchi”

Julio Iglesias y su padre, el doctor Iglesias Puga.  / FDV

Julio Iglesias y su padre, el doctor Iglesias Puga. / FDV / FERNANDO FRANCO 

Fernando Franco

Fernando Franco

Por más vueltas que le doy no puedo explicarme por qué aquel verano de 1992, tras el concierto de Julio Iglesias en Balaídos ante 12.000 personas, me vino a buscar a primera fila su manager para indicarme que pasara por su camerino. Debió ser Bibiano Morón, al frente de la organización del concierto, quien le sugirió al cantante mi presencia para testar el impacto en el público de su actuación. Tras sobrepasar a duras penas una muralla de mujeres que querían poseerlo, entré en el camerino de un Julio que se estaba vistiendo y me saludó con un afectivo “¡Jei, Fernandito!”, confianza que atribuí a una táctica de acercamiento psicológico, porque no era posible que tuviera idea antes de quien era Fernandito.

Estaba guapo, con un moreno medido. Mientras se vestía pensé cuánto darían muchas damas por sustituirme. Tras calzarse, encendió un pitillo y me manifestó su preocupación por la respuesta del público. No lo había notado especialmente entregado, y para tranquilizarlo le dije que no había sido esa mi impresión. Venía mal acostumbrado, estaba en medio de su gira con el álbum Calor (disco de oro en 5 países, de platino en 4), cuando cantaba con Los Temerarios a “esos amores del presente y del pasado cuyas caricias en la piel nos han dejado”, y hasta las monjas se deshacían por él en sus conciertos. Miranda andaba por el pasillo si mal no recuerdo y, cuando yo le hablaba del público vigués, me pasó como un rayo su pitillo pidiendo que disimulara: su padre estaba llamando a la puerta y le había prohibido terminantemente fumar. Asomó su cabeza y, al verle conmigo, me saludó con un “hola, chaval” y se retiró. Creo que hablamos del inminente concierto de Dire Straits en ese mismo estadio, que vendría unos días después.

CITA EN MIAMI

¡Jei Fernandito!, me saludó un año después, en junio de 1993, en su estudio de grabación de Miami. Me sorprendió que un cantante que se abrazaba con los más altos poderes de todo el mundo pudiera recordar el nombre de un periodista gallego y lo atribuí al buen servicio recordatorio de su manager y ese carácter cálido, persuasivo y directo con la gente que le caracteriza. Era el Año Xacobeo, había sido elegido por Fraga embajador del mismo y había suscitado ciertos resquemores que, en vez de indulgencia jacobeas, le hubieran pagado 300 millones de pesetas. El director entonces de FARO, Ceferino de Blas, me había enviado como parte de una comitiva en la que estaban también otros tres o cuatro periodistas gallegos con dos citas previstas, en su casa y en su estudio. Lo de su casa quedó en agua de borrajas porque llegó un día más tarde desde Nueva York, pero tuvimos un cálido encuentro en su inmenso estudio de grabación. Menos mal que llegó porque me quité de encima la cafetera Cona que le llevaba de regalo. Mi amiga Karina Falagan me había liado unos días antes en una cena en su restaurante de Samil y me había endosado un gran artefacto cafetero de la marca americana, según ella de un antiguo novio, que ella representaba, a pesar de que yo creo que ya le había regalado uno anterior.

Fue cálido nuestro encuentro en Miami: le regalé una cafetera de Karina. También el de años después cuando comí con su padre en Canido

Le tomé fotos con una cámara recién estrenada que me había dejado De Blas, y que me robaron en el avión de vuelta (creo que un rasta), cuando la dejé en el asiento mientras me trasladaba a la cola para echar un pitillo. No llegué con las fotos a Vigo, hice trampa y le pedí material a un colega del que me hice amigo en los días de Miami, y que en uno de ellos casi no vuelve al hotel por haber hecho una osada incursión nocturna en solitario en el Overtown, quizás el barrio más peligroso a esas horas. En su estudio, Julio nos mostró su arsenal tecnológico de grabación, a mí me permitió hacer una pequeña prueba en una mesa de mezclas, nos puso algún tema de “Calor” que sonaba como en un concierto y respondió a todas nuestras preguntas sin prisa y con entrega inmejorable. Quizás porque había que contrarrestar esas críticas al dinero pagado por la Xunta. Desde entonces no hay Navidad en la que no cuente con una felicitación suya, en las que ha ido incluyendo a sus cinco hijos con Miranda a medida que fueron naciendo.

Con Papuchi y Ronna

Yo creo que fue en la década de los 90 cuando comí en Vigo con Julio Iglesias, pero el padre. Me llamó Telmo Domínguez, que había quedado con él y su novia entonces, Ronna Keith, en La Mona de Canido. Fue una comida excelente en la que él derrochó apetito, alegría, vitalidad y ganas de vivir a raudales. Hablamos de muchas cosas, Ronna siempre atenta pero más bien callada y sonriente. Recuerdo que, alentado por la confianza y cercanía que inspiraba, le dije en medio de la faena culinaria que ojalá su hijo Julio pudiera llegar a los 90 como él y con su vitalidad y me respondió, antes de una sonora carcajada: “¿Julito? De mayor quiero ser como él.” En el viaje de vuelta a Vigo vine con él y Ronna en la parte de atrás del coche (¿Quién iba en el asiento del conductor junto a Telmo? Ni idea) y sentí el cariño de ella por “papuchi”, al que daba frecuentes besos. En el trayecto sacó de su chaqueta un estuche y me lo regaló, diciendo que su interior estaba revestido en oro y no lo abriera hasta llegar a casa. Así lo hice. Era una pluma que aún conservo.

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