Soñar con el mar, jugar a ser lobo

Montaje de una foto de escolares ourensanos de excursión en FARO y la edición de ese día.

Montaje de una foto de escolares ourensanos de excursión en FARO y la edición de ese día. / Magar/FDV

Javier Fraiz

Javier Fraiz

La maestra sonríe y los niños posan desconfiados, con cierta contrariedad, ante la cámara del fotógrafo Magar, en las instalaciones de Faro de Vigo. Es viernes, 3 de septiembre de 1971. Muestran extrañeza y la cautela necesaria ante una situación inesperada. Han puesto el pie en otro mundo. Están a 150 kilómetros de casa, una distancia sideral en el tiempo de hace medio siglo. Han realizado un viaje de varias décadas. Diecinueve escolares y su profesora llegan de la escuela rural mixta de Mercedes, una aldea del municipio ourensano de Cualedro, para ver el mar por primera vez en Vigo, para descubrir un entorno urbano que les resulta agreste y lejano, incluso innecesario. La Diputación de Ourense posibilita con una subvención el viaje iniciático, que también llevará al grupo a Santiago.

En la sala de linotipias del periódico, mientras el personal trabaja para moldear las páginas, “un grupo de chiquillos observan curiosos, sorprendidos, entusiasmados, un punto recelosos. Abren desmesuradamente los ojos”, describe la crónica de aquella visita. Se fijan boquiabiertos en la rotativa, los rodillos, las bielas... La extrañeza se acrecienta cuando los invitan a que obtengan un refresco de una máquina expendedora. Cada paso del proceso automático, desapercibido para quienes lo ven con rutina, resulta fascinante e ignoto para estos escolares.

“Estos niños necesitan abrirse al mundo. Ver, tomar contacto. Saber que existen otras cosas (...) Juegan a ser la vaca, o el lobo. Pero no conocen otras cosas. Apenas hablan”, relata la profesora, María Concepción Docampo, al periodista. “Nuestro pueblo está perdido en la montaña. Tiene un horizonte inmediato de montes cerrados. Está a catorce kilómetros de la carretera, que hay que hacer por caminos y pistas, y después hay treinta hasta Verín. En invierno estamos aislados. El pan fresco es una golosina. No llegan ni pescado ni otros alimentos”, subraya la profesora, documentando sin pretenderlo la crónica de un tiempo.

Mercedes tenía en 1971 un centenar de habitantes; hoy solo quedan unos 20, tras décadas de emigración y envejecimiento. El progreso, ansiado y casi inalcanzable entonces, llegó demasiado tarde como para salvar muchas aldeas.

Recupero esta historia, que no he logrado reconstruir –no pude o no supe dar con aquellos niños que hoy son jubilados–, y recuerdo una vivencia de mi madre. Hace unos sesenta años, cuando tenía diez, ganó un concurso de redacción. No pasó de la escuela básica –empezó a trabajar a los 13– y aquello supuso un logro que barniza de nostalgia una época difícil, como fue la infancia por entonces en la Galicia rural. Los alumnos de las escuelas de Cea –Faramontaos, Sobreira, Toubes, Viduedo...– concursaban con un texto. Mi madre ganó con un escrito sobre el mar. Como los niños de Mercedes antes de que viajaran desde Cualedro a Vigo, nunca lo había visto. Soñarlo bastó.

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