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Un año contando víctimas del COVID en Galicia

De la intrahistoria del primer caso mortal al análisis de las cifras más negras de la pandemia

Imagen de fondo: UCI del Complejo Hospitalario Universitario de Ourense EFE / Brais Lorenzo / FDV

Era la mañana del sábado 14 de marzo, día de descanso tras la semana en la que la pandemia del coronavirus se había convertido en el monotema informativo. El día anterior, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, había adelantado que se declararía el estado de alarma; ya no se hablaba de otra cosa. Antes de las 10:00 llegó un mensaje al móvil: "Hay un muerto de COVID en Vigo". Una mujer mayor que estaba ingresada en Povisa. La información era del todo fiable, pero había que contrastarla. Los compañeros se encargaron y minutos después de las 11:00 la web de FARO avanzaba el primer fallecimiento por SARS-CoV-2 en Galicia. El inicio de una lista todavía abierta que, un año después, suma casi 2.300 nombres, con sus apellidos y sus historias de vida.

Historias que, en cambio, apenas han aparecido en los medios, con algunas excepciones. Del contagio de aquella primera víctima, vecina de O Val Miñor, se supieron algunas circunstancias; por respeto a la familia se decidió omitirlas. El mismo sábado, unas horas después, vino ya el segundo deceso, en Pontevedra. Durante unos días la confirmación de cada óbito fue una carrera con más o menos obstáculos según el caso, hasta que el Sergas, con dificultades y cambios, fue sistematizando el envío de la información. La muerte por coronavirus dejó de ser un evento extraordinario y pasó a ser una rutina. La más horrible de todas. De la mayoría de los fallecidos todo lo que sabemos es su edad, su género y el lugar en el que se encontraban cuando expiraron.

Desde entonces, hasta este sábado, murieron en el territorio gallego 2.290 personas diagnosticadas por coronavirus, según la contabilidad oficial. Son más de seis al día. Solo un centenar menos que las 2.398 que perdieron la vida en las carreteras gallegas entre 2005 y 2020, una causa de muerte que siempre genera mucho impacto pese a ser habitual. Y cuatro veces más que las que mató el virus de la gripe, con el que tanto se le comparó al principio, en ese periodo de 15 años. Quizá la gráfica que mejor dimensione la tragedia es la del exceso de mortalidad, que muestra la diferencia entre los fallecimientos esperados para un determinado periodo y los que al final se produjeron.

El COVID-19 ha encontrado en los ancianos a sus víctimas propicias. En Galicia, el 65% de los fallecidos tenían más de 80 años. Hay quien piensa que ese factor está detrás de una cierta falta de conciencia sobre lo peligroso del patógeno. Otros creen que harían falta imágenes más crudas de las consecuencias de la enfermedad. En cualquier caso, la edad no resta dramatismo a la muerte, como saben las miles de personas que han perdido a los suyos, en muchos casos sin poder despedirlos. Un reciente estudio a nivel mundial calcula que, de media, cada víctima del coronavirus ha dejado de vivir 16 años.

En Galicia, el 65% de los fallecidos tenían más de 80 años

 

La mortalidad se sitúa en 83,6 personas por cada 100.000 habitantes

Las residencias, el punto negro

Desde el comienzo de la pandemia, las residencias de mayores se convirtieron en su principal punto negro, también en Galicia. La ya comentada mayor fragilidad de los usuarios frente al virus unida a las características de los propios centros conformaron un cóctel letal que solo las vacunas están consiguiendo desactivar. Porque al principio la entrada del virus en los geriátricos se asumió como un infortunio inevitable, pero lo cierto es que en las sucesivas olas, tras el primer y sorpresivo embate, siguió haciendo mella. A los centros de DomusVi en Cangas, Vigo o Santiago, que protagonizaron algunas de las imágenes más impactantes de aquella primavera, le sucedieron la residencia de O Incio en la segunda ola o la Paz y Bien de Tui en la tercera, por nombrar algunas instalaciones en las que los fallecidos superan los dos dígitos. Perdiesen la vida en los propios centros o fuesen traslados a un hospital, los residentes suponen un tercio de todas las víctimas, un porcentaje que la vacunación está desplomando en las últimas semanas.

En la memoria colectiva es probable que prevalezcan los momentos de angustia y confusión del comienzo de la pandemia. Pero las estadísticas son implacables: lo más duro en Galicia se vivió después de las Navidades. Cifras de muertos y de contagios de récord que acortaron la diferencia a favor que la comunidad tuvo, desde el principio, con el conjunto del Estado. Según datos de esta semana, el territorio gallego mantiene una tasa del letalidad (el porcentaje de personas que fallecen tras contraer la enfermedad) del 1,9%, unas décimas mejor que el 2,2% estatal. En cuanto a la mortalidad, aquí se sitúa en 83,6 personas por cada 100.000 habitantes, frente a los 150,9 de toda España.

Son números y porcentajes que ayudan a entender lo que ha supuesto la irrupción del coronavirus, pero que no deberían enmascarar lo esencial: que detrás de cada dato hay una persona, y al lado de esta muchas otras que han sufrido la cara más negra del patógeno que vino para cambiarlo (al menos durante un año) todo.

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