Personas, casos y cosas de ayer y de hoy

Una curiosa anécdota pediátrica

Federico Martinón Sánchez

Cuando inicié, hace 13 años, mi colaboración con Faro de Vigo, les anuncié mi intención de dedicar algunos de estos artículos dominicales al relato de anécdotas profesionales, no exentas de ironía, y no reñidas pero sí opuestas a las serias aportaciones científicas, ya que servirían de ejemplo o conducirían cuando menos a algunas reflexiones de uso práctico, aunque me imponía resaltar sus matices más divertidos. Sin embargo, les advertía que se trataría de sucesos reales, en los que intentaría retratar el sentir y el obrar de algunos niños enfermos, sus padres y yo mismo. Aportaría anécdotas curiosas, inverosímiles o singulares vividas en primera persona por este viejo pediatra, cuya experiencia profesional se acerca a los 60 años, manteniéndose todavía activo.

De esos tiempos, que fueron tiempos pasados, algunos recuerdos son felices y otros amargos. Eran épocas en las que, según el decir de los familiares, en bastantes casos, “salvábamos” a los enfermos y, en algunos otros, los pacientes no morían de muerte natural, sino que “los mataba” tal o cual doctor. Acaecían años en los que las secuelas de las dolencias se designaban por su cuidador, tal era el caso de los que quedaban cojos, que para recuerdo oprobioso de su traumatólogo se titulaban según el que los había atendido: el cojo del doctor A o el cojo del doctor B. Y es que la respuesta de nuestros pacientes siempre oscila entre el reconocimiento agradecido –lo que ocurre en la mayoría de las ocasiones– y la incomprensión e ingratitud –las menos de las veces–. En esos años tampoco se disponía de servicios médicos de urgencia y por lo tanto no teníamos horarios asistenciales reales. Las llamadas nocturnas eran casi diarias; si bien, por aquel entonces, uno era joven, robusto y activo, y no temía tener que levantarme durante la noche para dar atención a algún que otro niño enfermo. Además, teníamos que robarle alguna hora al sueño para ponerse al día en la biblioteca y analizar el dosier de algún enfermo difícil. Entre las gracias –a las desgracias hoy no les corresponde– de la vida cotidiana del pediatra que llevo puesto, está la que hoy les quiero relatar, que ya había recogido en un medio, aunque de difusión limitada, por lo que no me resisto a contarla de nuevo.

Fue el 17 de julio de hace 49 años. Transcurría una de esas calurosas y húmedas tardes del verano ourensano. Por aquel entonces, mi clínica no contaba con aire acondicionado, así que abríamos las ventanas que, al carecer de mosquiteras, facilitaban la entrada de algunas moscas cumplidoras de su deber de atacarnos con tenacidad. La jornada, al igual que las de todos los días de la semana, había sido muy larga. La iniciaba a las 8 de la mañana, la interrumpía al mediodía y la reanudaba a primera hora de la tarde. Los enfermos se habían sucedido con procesos rutinarios, banales e intrascendentes, pero llegar a esa conclusión exige mucha atención y esfuerzo, lo que provoca fatiga física e intelectual. Pero, al fin, había llegado al término de la jornada. Además, al llegar a mi casa, al duro oficio de médico, tendría que añadirle el de padre, aunque he de reconocer que era una tarea en la que mi mujer me sustituía en casi todo. Cuando me disponía a abrir la puerta de salida a la calle, sonó el timbre. Unos padres muy preocupados e impacientes acudían a la consulta con su hijo enfermo.

Al franquearles la entrada, comprobé que me traían a un niño de siete años, flaco, muy rubio, con la cara cubierta de pecas, de mirada escrutadora y desconfiada, y de aparente miseria fisiológica. Sus padres eran unos labradores gruesos, de piel curtida por el trabajo al aire libre, aspecto bonachón y trato muy cordial. Se disculparon respetuosamente por lo avanzado de la hora y me informaron con precisión y rapidez de los síntomas del niño. Asimismo, me mostraron preocupación, no solo por la enfermedad de su hijo, sino también por la necesidad de tener que desnudarlo para el reconocimiento médico. La historia de su proceso planteaba muchos interrogantes y tenía la importancia suficiente para exigir un examen médico minucioso. En el justo instante de entrar en la sala de exploración, el pequeño paciente, con gran vivacidad y de forma súbita e inesperada, dio un prodigioso bote y se quedó clavado entre la pared y la mesa de exploración. Extraerlo de esa localización fue turbulento y para desnudarlo hubo que emplear mucha habilidad y fuerza. Debido a su gran rebeldía coraje y fuerza tuvimos que intervenir sus padres, dos auxiliares y yo mismo. A pesar de ser tan superiores en número y fuerza, no nos pudimos librar de varios arañazos, un par de mordiscos y alguna que otra patada, acompañadas de improperios verbales que no me atrevo a repetir aquí. Finalmente conseguimos inmovilizarlo en la camilla de exploración, sujetándolo con mucha delicadeza. Me sorprendió su globo vesical, que parecía próximo al estallido y apremiado por la necesidad de expulsión de su contenido. Terminado el examen clínico, que pude realizar de modo aceptable, lo soltamos. Al instante, dio un salto y, como un muelle, se encaramó a la mesa y, agarrando su miembro viril, comenzó a chillar:

–¡Ahora os meo!

Dio un suspiro, jadeó, se estremeció y la orina comenzó a salir en cantidades increíbles, en todas las direcciones y de una manera tan incontrolada, que recordaba a las mangas de riego incontenibles, que parecen tener vida propia en las películas mudas. Todo quedó rociado por tan potente y copioso chorro: las paredes, los cuadros, el instrumental profesional y, claro está, nosotros mismos, que sorprendidos tratábamos de defendernos de los efectos del líquido excretor. Terminada tal faena exclamó triunfante:

–¡Ya está!

Después de un instante de azoramiento, al sentirme calado por la orina, lo sucedido me enojó. Alguna medida correctiva parecía lógica, pero me exhorté a mí mismo:

–¡Calma, paciencia! Recuerda que es un niño y tu condición de pediatra.

No sucumbí a la ira, conseguí sonreír y disculpar al niño ante sus avergonzados padres.

A continuación, fue necesario realizarle unos análisis. En el laboratorio, en estado de sobreexcitación, ofreció renovada resistencia y enfado, al tiempo que emitía palabrotas y severas amenazas. De nuevo, tuvo que ser inmovilizado, aunque con gran dificultad. Se enfrentaron un analista corpulento y forzudo y un niño aparentemente débil e inofensivo. Ganó el primero, que, al terminar la extracción de muestras, le ofreció con todo cariño un chupachup; la contestación del niño fue:

–¡Mételo en los huev…!

La respuesta dejó cabizbajo al analista. En cualquier caso, en el laboratorio tuvieron más suerte, porque había agotado sus reservas urinarias.

Por la noche, me acosté cansado. Después de tan larga jornada laboral, me quedé dormido y me sumí en una tétrica pesadilla. El recuerdo del niño volvió exagerado y caricaturizado. Me ahogaba en un pestilente estanque de orina, mientras el pequeño, lleno de iracundia satánica, pisaba con fuerza mi cabeza. Me desperté, cuando ya creía que era el último instante de mi vida. Las ganas de dormir se habían ausentado definitivamente, el silencio era tan grande como mi insomnio, y lo aproveché para meditar sobre el diagnóstico diferencial de mi paciente. Con extraña agudeza en mitad de la noche, realicé un enfoque distinto al que había planteado inicialmente. Ahora sí estaba en condiciones de tomar la disposición terapéutica adecuada y necesaria para su curación. La actitud del niño me había producido una pesadilla, la pesadilla me había traído el insomnio y el insomnio había agilizado mi mente para establecer el diagnóstico adecuado. El diagnóstico supondría un tratamiento eficaz, con un resultado final bueno. Las estremecedoras imágenes del sueño se habían desvanecido, comenzaba un nuevo día con optimismo y vocación renovadas.

Los padres de aquel niño podían estar tranquilos, ni el analista ni yo le guardaríamos rencor, lo habíamos perdonado, nos bastaba con la satisfacción de saberlo curado. Además, no habíamos hecho nada extraordinario, solamente ejercer nuestra función profesional y humana, ayudándole a recuperar su estado de salud. Mientras vivió el analista, que además era un muy querido amigo, recordamos más de una vez esta anécdota. De hecho, 20 años más tarde, aquel niño de entonces, hombre y padre ya, me trajo a su hijo a mi consulta, me recordó su hazaña y juntos nos reímos con ganas. Y la cosa no terminó ahí, porque hace unos meses también tuve la satisfacción de verlo de nuevo, cuando acompañó a su primer nieto a mi consulta. Es la historia de una familia, que, a través de tres generaciones, se siente segura con su pediatra de siempre. Uno no puede hacer otra cosa que esforzarse en dar el mejor servicio y expresar su gratitud.

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*Pediatra, miembro numerario de la Real Academia de Medicina de Galicia