Bárbara y los reales poderes de la alcoba

Bárbara Rey en Santiago de Compostela en 1990

Bárbara Rey en Santiago de Compostela en 1990 / FDV

Fernando Franco

Fernando Franco

Anda nuestra Bárbara metiendo entre ceja y ceja de los televidentes sus relaciones con el rey en la serie “Cristo y Rey”, que es un talón al portador para mejor aguantar el menguado tiempo que a su edad le queda, el de su generación que casi es la mía. Me cae bien esta mujer que, no contenta con pasar a la historia amorosa de nuestra borbónica realeza, quiere sacar tajada por su memoria sentimental, acaballada entre el domador y la Corona, entre los jadeos en jaulas circenses y los sofocos en jaulas de oro. Bárbara Rey quedará en la memoria de nuestra monarquía, salpicada de amantes como toda realeza que se precie para sobrellevar los sinsabores del matrimonio por intereses de Estado. También en la de nuestra prensa rosa, que hoy multiplica, recrea, inventa y reinventa como nunca se pudo con las grandes amantes   de reyes pasados, muchas de las cuales atesoraron más poder que las reinas engañadas pero que no contaban con televisiones que airearan sus vergüenzas; si acaso el boca a boca en corrillos, tertulias o algún panfletillo impreso en la clandestinidad más oprobiosa.

Mucha es la influencia que se puede ejercer desde la alcoba. No olvidemos que algunos reyes llegaron a oficializar sus relaciones extramaritales, sobre todo los franceses, que según leo fueron inventores de un nuevo cargo en la corte: la maîtresse-en-titre o  oficial del rey, con asignación económica, apartamentos en palacio, un lugar en el protocolo y mucho poder. ¡Qué menos por lo mucho que daban al monarca! No solo reyes sino reinas tan nuestras como Isabel II, que tuvo que casarse con un homosexual y de la que dicen que sus amantes marcaron el devenir de su reinado. Justo es reconocer que aquí también se dio la brecha de género, porque las infieles entre ellas han sido pocas en contraste con ellos, o al menos eso parece porque hay mucho fontanero en palacio y vaya usted a saber si lo que fueron es más discretas y lo que pasa es que los hombres son más fanfarrones y boquirrotos.

Mejor que no se enteren las ministras Belarra o Montero porque intentarán introducir en las leyes de la Corona una cláusula de discriminación positiva para que las reinas entren también de cuchara en las listas de infieles al cincuenta por ciento. Quede claro: los reyes son infieles como lo son esos ordinarios presidentes de las repúblicas pero los primeros lo son por culpa de nosotros sus súbditos, ya que los intereses de Estado les obligan a casarse con la que le toca. Eso le pasó a Juan Carlos (cuyo casorio dicen que concertó el mismísimo Franco) como a tantos de sus reales ancestros, y si su hijo ha roto ese molde y no tiene amantes es porque su matrimonio es morganático, se casó con una plebeya por amor y eso es otra cosa. Bárbara, cuyo real cuerpo era una alhaja que merecía un rey y no solo tal apellido, sabía que tenía oro en su relación, y otro tanto Corinna Larsen, aunque yo me las imagino de muy diferente proceder en el lecho , en los orgasmotélicos placeres de la coyunda: la primera más salvaje y populachera, la segunda más sutil hasta en sus resuellos. De los del rey, ni me imagino.

No nos engañemos. Lo de la infidelidad es un mal (o bien) general y, salvo unos cuantos de firme ética o amedrentados y muchos que no la consiguen aunque quieran, es una práctica muy generalizada también entre las camadas populares ajenas a la sangre azul. Yo creo que está en nuestro discurso genético, contra el que van las normas de supervivencia de la pareja aunque, dentro de poco, a lo mejor la pareja es una antigualla. Bárbara no anduvo zanganeando entre identidades de género y de musa del destape pasó a más reales encomiendas, por las que ahora obtendrá pingües beneficios. Para que luego digan uns cuantos desalmados que la monarquía no es rentable.

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