El mayor espectáculo del mundo

Llama la atención cómo en un escenario cortoplacista como el que vivimos, en el que mientras las decisiones políticas que determinan el destino de millones de personas se toman para el tiempo que dura un mandato, la gran industria del cine trabaje con previsiones a tan largo plazo. Es el caso de James Cameron con “Avatar” y su “descendencia”: se prevén ya otras tres películas más, y eso por ahora. De hecho, según trasladó el director, la cuarta ya está filmada. Si necesitaba el aval del público de esta primera secuela que llegó el pasado mes a los cines, lo ha tenido, números mediante.

Porque al ser humano le gustan los espectáculos. Distraído con los fuegos artificiales, muchas veces no se para a cuestionar el contenido de la pólvora que arde. De hecho, no hay que complicar demasiado la historia. A poder ser, conviene simplificarla, apelar a la emoción y a mensajes que calen, incluso machacarlos porque sí, como ocurre aquí con el concepto de familia como unidad fundamental del sistema social. El propio Cameron, a quien hay que aplaudir su llamamiento a la concienciación ambiental, reconoció que ese era el tema principal de todas sus aventuras en Pandora. Lo demás es entretenimiento.

Y eso lo consigue, cómo no. En “Avatar. El sentido del agua” ha rizado el rizo y lo espectacular es todavía más espectacular. La técnica, y qué técnica, y el buen hacer, hay que reconocérselo, están de su parte y Cameron sabe que para competir a lo grande hay que montar en el cine el mayor espectáculo del mundo. Lo hizo en “Avatar” y reincide, con gloria y una recreación sublime del océano de Pandora que da mucho juego para la belleza, en esta primera secuela que confirma su talento para las segundas partes, o terceras o las que sean. Pocos directores pueden presumir de crear una franquicia.

“Avatar. El sentido del agua” es una experiencia inmersiva. Que nadie espere bucear en aguas especialmente profundas en lo que se refiere a reflexión, pero bien vale la pena un chapuzón.