El 4 de mayo me topé con un reportero de la TVG. Él y el cámara que le acompañaba me asaltaron para hacerme unas preguntas a pie de calle. “Estamos falando de profesións” –me dijo–. “Que lle dirías a alguén que se incorpora ao mercado laboral” –añadió–. “Que se enfoque a ayudar a las personas. Desde el puesto que ocupe, o vaya a ocupar. Ayudar a los demás es la clave del éxito” –le respondí–. Ayudar es, sin duda, un deber grave –pensé–.

Ese mismo día, por la noche, Isabel Díaz Ayuso celebraba su victoria electoral. En mitad de su arenga espetó: “¡Pasión por la vida!”. Así, en presente y voz activa.

¡Pasión por la vida! No sé si es propio de los madrileños, pero sí sé que no es exclusivo de ellos. Hace dos años presencié la heroica lucha de mi suegra por ayudar a su hermano. Una guerra de desgaste, de esas en las que vence el que resiste más en pie. Carlos se había quedado ciego con solo 25 años. A partir de ahí, una sucesión de enfermedades fueron espoleándole. EPOC y un enfisema pulmonar le condenaron a depender de una máquina de oxígeno para sobrevivir –hacía tiempo que las botellas grandes de oxígeno portátil eran insuficientes–. Unos minutos sin la asistencia de la máquina y su piel cambiaba rápidamente a un tono violeta.

“¿Por qué a mí?”, “¿Por qué tanto sufrimiento?” eran preguntas recurrentes. Mi suegra era la única familia directa que le quedaba. Ella le ayudó incansable. Se ocupó y preocupó por él. Sufrió con él y él no sufrió solo. Juntos le aguantaron el pulso al tiempo y le torcieron la mano a la muerte. Y así, después de morir él, supimos que simplemente le había llegado su hora. Azucena y Carlos nos descubrieron el secreto de la vida.

Un mes y medio antes de la victoria de Ayuso, se aprobó la Ley de la Eutanasia. El Preámbulo de la Ley –allí donde se explica el qué y el porqué de la nueva norma– está lleno de “buena muerte”, “sufrimiento intolerable”, “dignidad personal”. El texto es una detallada descripción del frío que se siente ante la soledad más absoluta. ¡Qué poca pasión! ¡Qué poca vida! Qué poca ayuda, la de quien te ayuda a morir. Qué poco calor, si solo hay dolor.

¡Pasión por la vida! Afortunadamente, Carlos tuvo a Azucena, y nosotros a ambos. Amar –y, amando, vencer–, en eso consiste ayudar.