Opinión

Errar de infinitos

Anda el mundo en sus circunstancias, no pocas desalentadoras. Entre ellas, cada uno semeja andar a lo suyo –menos yo, que diría el paisano, que ando a lo mío–. Transaccionar –negociar, convenir– consensos básicos sobre temas esenciales: la salud, la paz, la democracia, la libertad, el respeto, la educación, el bienestar... evocan sueños literarios, calderonianos, más propios de segismundos ilusos, de quijotes perturbados, que aspiraciones realistas de sencillos ciudadanos, dispuestos a vivir conforme a las demandas de un cierto sentido común, sometidos a unas mínimas normas de convivencia y aceptando algún desistimiento de estériles egoísmos personales, ideológicos e incluso geográficos.

Como a Paul Auster, fallecido estos días, creo que de una forma genérica, tenemos la impresión de que “siempre seremos felices en el lugar en el que no estamos”, u obteniendo aquello que no poseemos y que ansiamos, o evadiéndonos en la soledad de las enredadas pantallas, o viviendo vidas ajenas guionizadas por un plataforma audiovisual o trasladada por un correveidile cualquiera. La cumbre del paradigma puede ser ese turismo desaforado, que más que experiencia parece correr tras récords que suponen visitantes aglomerados en espacios concretos, a horas específicas y dispuestos a pagar cifras astronómicas por vivir un instante de felicidad aparente a precios de definitiva, experiencias frustrantes.

"La cumbre del paradigma puede ser ese turismo desaforado, que más que experiencia parece correr tras récords que suponen visitantes aglomerados en espacios concretos, a horas específicas y dispuestos a pagar cifras astronómicas por vivir un instante de felicidad aparente a precios de definitiva, experiencias frustrantes"

Algo falla, no solo en la industria del viaje, sino en todos los ámbitos: hay parados por millones pero se demanda mano de obra; tenemos a las generaciones mejor formadas pero han de emigrar; no se puede vivir en las ciudades –precios, falta de vivienda, aglomeración– pero el rural maravilloso se queda vacío; tenemos el mejor sistema sanitario pero no es capaz de soportar la demanda ordenada; vivimos una crisis demográfica pero no somos capaces de acoger con criterio a los inmigrantes; gozamos de todas las alertas climáticas pero seguimos destruyendo el planeta azul; nos sentimos solos, amenazados, en lo global... los mayores y los jóvenes se dicen desamparados, las mujeres excluidas... y no hablemos de las zonas de conflicto, de las guerras, de las hambrunas, de los sistemas mafiosos disfrazados de democracias liberales, de la inseguridad digital...

Y, pese a todo, sabemos que tiene que existir un momento de eclosión –esperemos que no sea nuclear-–, de revolución, de cambio. Una transición –ojalá tan hermosa como la que nos contó la ponderada y desaparecida Victoria Prego, excelente persona y mejor maestra de periodistas–. Es más que necesaria imprescindible, pero más allá de la política ha de llegar desde la ciudadanía, desde la puesta en común generosa de las verdades que nos atenazar y que necesitan encontrar una alternativa más allá de lo ideológico extremista.

Auster decía que “la vida es simultáneamente trágica y cómica, al mismo tiempo absurda y profundamente significativa”. Hay que experimentar la felicidad aquí en donde estamos, en este ahora, pues no hay otro, y como decía un sabio gallego, Fray Benito Jerónimo Feijoo, “solo de un modo se puede acertar; errar, de infinitos. Hemos de atrevernos a cambiar, sin rencores, y encontrar la alternativa al desastre al que estamos condenándonos.

*Periodista

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