De un país

Dragó o el dragón

Luis Carlos de la Peña

Luis Carlos de la Peña

A cuenta del fallecimiento de Sánchez Dragó han disparado al unísono los morteros del puritanismo con sesgo ideológico. El estruendo ahoga no solo el duelo, sino casi cualquier comentario piadoso con el autor ¿maldito? de Gárgoris y Habidis, aquella monumental tetralogía de 1978 que Torrente Ballester prologaba con, ya entonces, justificada prevención: “¡Peligroso hereje, este Fernando Sánchez Dragó! La Inquisición no se hubiera limitado a discutir con él de teologías: le hubiera enviado a la hoguera”. Nada podía justificar mejor a Dragó que la ferocidad de su apellido y la fama que le precedía: la del dragón.

En este juego infantil que le ocupó y divirtió toda la vida no le faltaron compañeros que, como él, antes se dejarían cortar un brazo que despreciar una buena ocurrencia. En las últimas semanas se ha citado mucho a Tamames, el viejo comunista que disfrutaba de su protagonismo postrero en relación inversa a nuestra angustia por el espectáculo dado, pero también Antonio Escohotado, el otro chamán que le precedió en la búsqueda de la reencarnación. Larga es la lista de los amigos: Fernando Savater o Arcadi Espada; Azúa, Trapiello y Boadella u Óscar Tusquets, que han hecho del ingenio, inteligencia y cultura que atesoran, un cesto del que extraer boutades y provocaciones que, ¡pásmense!, encuentran un público dado a escandalizarse. Los cuarenta años transcurridos desde las premonitorias palabras del prólogo de Torrente, incluida la referencia a la hoguera, nos dan suficiente perspectiva de la intolerancia e iracundia instaladas en las actitudes y la psique de quienes entonces afirmaban –afirmábamos– traer la libertad. ¿Qué nos ha pasado?

Se ha dicho repetidas veces que en España, a la muerte de Franco, había de todo menos demócratas. Quien no sobrellevaba con naturalidad la dictadura franquista soñaba con imponer la del proletariado y, en esas circunstancias, el mayo del 68, el hipismo y otras movidas contraculturales solo podían ser la simple ensoñación y válvula de escape de algunas camadas burguesas teñidas de subjetivismo, libertarismo e individualismo, acusaciones entonces graves en la rive gauche. La democracia resultó tan aburrida como se anunciaba en los manuales y, adaptado el tono del gris a los nuevos tiempos, quedó una gestión socialdemócrata, blanda, donde los negocios de los avisados y el consumo de todos cloroforman el día a día.

En este légamo chapoteamos y desde él lanzamos pegotes de barro a quienes como Dragó, que no dragón, alzan su intemperante voz para recordarnos: “Yo soy disidente de todo y militante de mí mismo”. ¡Qué provocación y qué escándalo!

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