Los héroes

Barricada en Dublín, durante el Alzamiento de Pascua.

Barricada en Dublín, durante el Alzamiento de Pascua. / Joaquim Ventura

Armando Álvarez

Armando Álvarez

Padraig Pearse se despertó tarde aquel Domingo de Resurrección. Había llegado a su casa de madrugada, visiblemente excitado. Tras levantarse, rebuscó en cajones y baúles hasta encontrar su pistola y un viejo sable. Su madre, apretándose las manos con angustia, le preguntó qué pensaba hacer mientras él limpiaba las armas.

–Ya llega el día en que me van a pegar un tiro.

–¿Qué pasará con tu hermano? –inquirió la madre.

–¿Willie? Será fusilado como los demás. Nos fusilarán a todos.

En ese mismo instante, en otro punto de Dublín, James Connolly reunía a sus hombres y los instruía sobre el plan a seguir. Iban a ocupar edificios clave por todo el centro de la ciudad.

–¿Qué posibilidades tenemos? –le preguntó uno de sus lugartenientes.

–Oh, ninguna.

Connolly y los hermanos Pearse figuran entre los líderes del Alzamiento de Pascua de 1916. Padraig leyó la proclamación de la República de Irlanda desde los escalones del edificio de Correos; él mismo, investido presidente del gobierno provisional. Un delirio que duró escasas horas. Las fuerzas británicas sofocaron rápidamente la rebelión. Los tres y otros correligionarios fueron ejecutados.

Padraig lo había calculado así. Era un poeta volcánico, tormentoso, que se sentía designado por la providencia. “Si ahora nos abatís, nos levantaremos de nuevo y volveremos a luchar”, proclamó ante el tribunal. “Si nuestros hechos no han sido suficientes para alcanzar la libertad, entonces nuestros hijos la alcanzarán”. Su sacrificio alimentó la lucha independentista, que culminaría años después.

De jóvenes, admiramos a héroes como Padraig Pearse. Hombres dotados de una especial nobleza y altruismo. Esos gigantes cargan a bayoneta calada o se elevan sobre la barricada a pecho descubierto, desafiando a la muerte que los corteja. Todas las naciones necesitan sustentarse en dios o el destino. Edifican su razón sobre una épica que se inculca a las generaciones. Son narraciones que se inventan, deforman o exageran convenientemente para inflamarnos de orgullo. Nos soñamos héroes como ellos. Sentimos que somos efectivamente esos herederos que han asumido la tarea de las grandes palabras: libertad, igualdad, futuro... Yo también me imaginaba redimiendo a Galicia de sus siglos de letargo.

La historia resulta mucho más compleja que esos cuentos. El Alzamiento de Pascua aceleró el ciclo de dolor que aún desgarra la isla esmeralda. Los irlandeses se han matado mayormente entre ellos. Su independencia hubiera necesitado más burócratas que mártires. Una pulsión de calvario latía en aquellos corazones. “Es el mismo viejo asunto desde 1916”, cantaba Dolores O’Riordan en Zombie.

Yo he dejado de creer en héroes. Al menos en esos héroes mesiánicos, que se sienten elegidos y ansían fertilizar la tierra con su sangre. Derraman la propia y la ajena en la persecución de sus fantasías. Los sigue habiendo. Los veo desfilar por los telediarios y encaramarse a la tribuna de los congresos. Pocas causas justifican el luto de una madre. Margaret Pearse entró en política. Hizo suya la doctrina de sus hijos. Me gusta pensar que hubiera cambiado cualquier conquista por tenerlos un solo día más a su vera. Yo prefiero a los héroes cotidianos. A los que hacen lo que deben hacer porque les ha tocado, a su pesar, sin pedirlo ni buscarlo.

En 1386, la Confederación Helvética se enfrentó a los codiciosos Habsburgo en la batalla de Sempach. Los suizos parecían incapaces de romper la apretada formación del enemigo. Arnold von Winkelried se adelantó entonces a las líneas y arengó: “Si alimentáis a mi piadosa esposa e hijos, protagonizaré una hazaña audaz”. Cayó mientras abría a mandobles la brecha que otorgó a los suyos la victoria.

Arnold von Winkelried ha encarnado durante siglos el patriotismo suizo. Probablemente ni siquiera existió. Y entre los escolares que han recitado su gesta se bromeaba que lo último que en realidad se le oyó decir, al dar aquellos pasos al frente, fue bien diferente a lo recogido en los poemas.

–¿Quién es el imbécil que me ha empujado?

Ese es un héroe en el que puedo creer.

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