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El arte de saber perderse

Un joven pasea por unas vías abandonadas

Recuerdo, hace unos cuantos años, una experiencia insignificante en sus dimensiones pero que me hizo sentir la tremenda ignorancia de la naturaleza en que vivimos los urbanitas, esos seres que solo sabemos movernos en las ciudades y entramos en pánico cuando salimos de ellas sin un GPS. Saliendo con mi coche de una cena en Ponteareas que se prolongó demasiado, me perdí en medio de un monte cuando quería llegar a mi hotel en As Neves, que dirige mi amigo Antonio Méndez, Llovía copiosamente, los truenos y rayos sugerían el escenario para una película de terror y una floresta que parecía tropical me rodeaba en la noche oscura, agitando los árboles. Yo, perdido entre corredoiras que se estrechaban, empecé a pensar si podría dar la vuelta y si quedaría como barco encallado. Solo faltaba la aparición de la Santa Compaña.  

Esa experiencia, que tuvo final feliz en un jacuzzi del hotel cuando hallé por fin el camino, me vino a la mente leyendo el otro día el sorprendente minilibro del no menos sorprendente explorador italiano Franco Michieli, “La vocación de perderse”. La tesis que ha demostrado muchas veces en la práctica es que aceptar el riesgo de perderse es una buena manera para renovarse.

Franco Michieli, “La vocación de perderse”.

Franco Michieli, “La vocación de perderse”.

Este apasionante ensayo ahonda en cómo podemos recuperar las habilidades naturales de orientación de nuestros antepasados. Michieli ya lo hizo no pocas veces poniéndose a prueba. ¿Cómo? Dejando simplemente los instrumentos artificiales en casa, sin mapas, brújulas, GPS, teléfonos o radios y adentrándose por ejemplo en territorios bálticos ignotos, sin señales que marquen el camino, ¿Cómo creéis que hacían nuestros prehistóricos nómadas en sus desplazamientos por un mundo vacío de pasado, de gentes y de señas salvo las de los astros? Sé que hay otro libro de parecidas intenciones al de Michieli , “Una guía sobre el arte de perderse”, de Rebeca Solnit,  aunque no solo se refiere a lo físico, a lo geográfico, a la “terra incógnita” que decían los antiguos.

Yo me quedaría hoy inerme, traspuesto, desorientado, aterrorizado si me pierdo en medio de una naturaleza agreste y sin señales, porque mi vida urbanita me ha desprovisto de recursos y conocimientos para moverme en espacios no humanizados. Recuerdo, sin embargo, casi dos años de mi vida pasados en cuerpos especiales del ejército en los que aprendí una relación antes inexistente con la naturaleza, viviendo y durmiendo en valles o montañas, con calor o frío, nieve o lluvia, moviéndonos con la compañía de los astros. De día servía de brújula y reloj el sol, de noche las constelaciones mas cercanas. Han pasado los años y todo eso lo he perdido otra vez, he recuperado mi ignorancia inicial de la naturaleza, ahondada por el desconocimiento de sus sonidos animales, de la identidad de sus árboles o flores, del sentido de sus nieblas o vientos.

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Ya no somos nadie sin GPS, ya no buscamos porque lo tenemos todo señalado y esa incapacidad para perdernos en el universo de lo incognoscible adormece la vida espiritual. Y si eso nos pasa a nosotros, que nacimos cuando no había GPS ni teléfonos móviles ¿qué relación con la naturaleza o lo inesperado podrán tener nuestros hijos, que ni la miran si tienen un teléfono con pantalla entre las manos? Dice Rebeca Solnit que hemos vedado a los niños esta cualidad tan humana: la exploración de los límites, la frontera entre lo conocido y lo desconocido.”

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Y es que ya apenas deambulan -dice-, ni siquiera en los lugares más seguros: los encerramos en parques, atrincherados en su nido de aparente seguridad”. Somos seres cada vez más inermes, si nos quedáramos sin instrumentos, ante esa naturaleza que ahora, con el calentamiento global, se despierta, se queja y se enfada con explosiones incontroladas. Ya no hay un Cabeza de Vaca, que se perdió diez año por tierras ignotas americanas.

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