Historias irrepetibles

El antojo de Fernando I de Austria

El Giro que arranca el próximo fin de semana vuelve a tener en su recorrido el Stelvio, el puerto que nació por el deseo del emperador austrohúngaro de unir por carretera una de sus regiones con Milán

Coppi, durante la primera ascensión al Stelvio en 1953.

Coppi, durante la primera ascensión al Stelvio en 1953. / FDV

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez

El Stelvio, puerto terrorífico y escenario de algunas de las grandes batallas ciclistas de la historia, tenemos que agradecérselo al Imperio Austrohúngaro. Convertido en uno de los nombres legendarios de la historia del deporte, este paso de montaña que supera los 2.700 metros, donde los corredores padecen la falta de oxígeno y que suele estar siempre cubierto de nieve hasta bien entrada la primavera, volverá este año al recorrido del Giro de Italia para ejercer de juez implacable. La tercera semana de carrera, cuando las piernas de los corredores lleven un considerable castigo y sus caras se afilen por el paso de las etapas, afrontarán desde Prato, punto de inicio de la tortura, los más de veinte kilómetros de ascensión a este coloso de las cuarenta y ocho revueltas (“tornantis” para los italianos). El paso de montaña asfaltado más alto de los Alpes Orientales, el segundo de toda la cordillera solo superado por unos pocos metros por el Col de I’Iserán francés.

Fernando I de Austria, que se murió sin tener ni idea de que algún día existiría un deporte llamado ciclismo, es el gran responsable de esta historia. A comienzos del siglo XIX el emperador quiso construir una carretera que uniera, a través del valle de Valtellina, la localidad de Valvenosta con Milán, capital de Lombardía, que en aquel momento pertenecía a Austria. El hecho de que toda aquella zona perteneciese al mismo país facilitaba la obra que implicaba superar el inmenso puerto. Los austriacos encargaron la obra a Carlo Donegani, nacido en Brescia y uno de los grandes ingenieros civiles de su tiempo. Las carreteras eran su especialidad y en numerosas ocasiones se recurrió a él para diseñar vías por terrenos escarpados. Donegani diseñó una ruta que implicaba un desnivel próximo a los 1.900 metros y que iba ganando altura gracias a continuas revueltas que le proporcionaban a la ascensión una enorme belleza. Desde entonces apenas ha cambiado. Durante tres años se trabajó de forma intensa para tener el paso concluido y en 1825 se dio por finalizada la obra para regocijo del emperador que quedó impresionado por el trabajo del ingeniero al que cubrió de condecoraciones y títulos. Así nació el “Stilfersjoch” (nombre austríaco) antes de que el nombre italiano, Stelvio, quedase para la eternidad.

Al mismo tiempo que se construía la carretera se fueron levantando una serie de fortalezas con la idea de aprovechar un punto estratégico tan importante porque era evidente que algún día los italianos irían a por lo que era suyo. Los fuertes de Gomagoi, Klein Boden y Weisser Knott, en estado ruinoso en estos momentos, recuerdan su importancia desde el punto de vista militar. El Stelvio fue escenario de duras batallas, sobre todo durante la Primera Guerra Mundial. Hasta 1915 era transitable casi todo el año gracias al trabajo descomunal de unas escuadrillas que se dedicaban a limpiar la nieve y mantenerlo así abierto. Un esfuerzo exagerado al que durante mucho tiempo también contribuyeron prisioneros de guerra a los que se encomendaba la tarea de hacer transitable ese gigante. Como es fácil de suponer la nieve y sobre todo las temperaturas infernales hicieron estragos entre ellos. Pero tras el final de la Primera Guerra Mundial el Stelvio pasó finalmente a manos italianas y estos decidieron mantenerlo cerrado los meses invernales. Al final de la primavera es cuando el paso vuelve a abrirse.

Convertido en una carretera terrorífica, perdida toda su importancia militar, no era de extrañar que la popularidad del Stelvio acabase por llegar gracias al deporte que más pasiones despertaba en Italia junto al fútbol. El Giro de Italia no podía tardar en asomar por allí. Era cuestión de tiempo que un país y una carrera que adoraba la leyenda y las ascensiones infernales no uniese su nombre al Stelvio. Lo hizo en 1953. Para que tuviese mayor relevancia la organización lo colocó en la penúltima jornada para que fuese el juez de la carrera aunque la etapa no finalizaba en su cima (poco acondicionada en aquel momento para recibir a la caravana) sino en Bormio.

El 1 de junio de 1953, fecha del estreno, el suizo Hugo Koblet era el líder de la carrera y tenía una jugosa diferencia de dos minutos sobre Fausto Coppi. El día anterior el “Campeonissimo” había intentado quitarse de encima al suizo de todas las formas, pero le había resultado imposible. Había llegado al punto casi de resignarse, algo inaudito en él, y llegó a un acuerdo con Koblet. Quería la victoria en Bormio y ser el primero en pasar el Stelvio. Coppi, que sentía que a sus 33 años el cuerpo comenzaba a dar evidentes síntomas de debilidad, le prometió no atacarle si le concedía ese capricho. El suizo aceptó de inmediato porque el acuerdo equivalía a garantizarse la victoria en el Giro. Muchos de los compañeros de Coppi no entendían su decisión y le insistían en que el Stelvio era un desafío monumental y que a más de 2.700 metros de altitud era fácil que un ciclista como Koblet, castigado por el cansancio de tres semanas tan duras, acabase por ceder.

El día en cuestión Coppi se levantó pletórico. No sentía en cansancio del día anterior, ni de las semanas de carrera. Estaba animado, de buen humor y comenzó a pensar que tal vez había sido un error llegar al pacto con Koblet. Era un tipo de palabra (teniendo en cuenta los matices que admite esa expresión en el mundo del ciclismo) y no quería traicionar el acuerdo, pero tampoco renunciar a cualquier otra posibilidad por lo que buscó alguien que le pudiese servir de ayuda. La clave era conseguir que el suizo atacase, que diese un paso adelante y eso le liberase de cualquier compromiso. Coppi se fue a por el joven Nino Defilippis, que corría por segunda vez la prueba, y le dijo que en mitad del Stelvio, cuando quedasen más de doce kilómetros hasta la cima, agitase al grupo con un ataque. Así lo hizo. Con todos los favoritos juntos, Defilippis arrancó y tras él, como en un acto reflejo, se fue Koblet. Coppi dejó hacer durante unos minutos, dejó al líder solo por delante. Ya se sentía libre para hacer su propia carrera y comenzó a imprimir el ritmo que le pedían las piernas y su estado de forma. Alcanzó al suizo, le rebasó tras lanzarle una mirada explicativa y se marchó sin volver la vista atrás. Ascendió como en sus grandes días ese último tramo del Stelvio, rodeado por paredes de nieve que superaban los tres metros de altura, y se convirtió en el primer hombre en la historia en coronar su cima. Era el digno conquistador de semejante gigante. Tras él un rosario de ciclistas: Bartali pasó a menos de tres minutos, Defilipis a tres y medio y Koblet, ingenuo y superado, a más de cuatro. El suizo no desfalleció y se lanzó a un descenso casi suicida en busca de un imposible. Era un buen bajador y durante un tramo consiguió recortar la diferencia, pero eso tiene también un evidente riesgo. Se fue al suelo y eso frenó su posible remontada. Llegó a Bormio a tres minutos y medio de un Coppi radiante que acababa de inscribir su nombre en la historia del Stelvio y de paso llevarse su quinto Giro de Italia, el último gran triunfo de su vida en carreras por etapas.

Coppi fue el primero pero detrás vinieron otros. Desde aquel 1953 han coronado en primera posición el Stelvio Aurelio del Río, Charly Gaul, Graziano Battistini (que ganó por primera una vez una etapa que acabase en su coma en 1965), José Manuel Fuente, Francisco Galdón, Jean-René Bernaudeau, Franco Vona, José Rujano, Thomas de Gendt, Dario Cataldo, Mikel Landa y Rohan Dennis. En un par de semanas otro nombre se unirá a esta nómina y conseguirá imponerse en la “Cima Coppi” del Giro de Italia. Siempre que el Stelvio asoma a la carrera su nombre queda unido de forma inevitable al gran Fausto, el primer hombre que consiguió someterlo.

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