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La rabia
Hubo niños que el martes por la noche dejaron sus primeras lágrimas en Balaídos mientras sus padres mezclaban el lógico consuelo con el orgullo de un trabajo bien hecho (certeza impagable saber que esa herencia ya está entregada). Siempre hay una primera vez, esa epifanía en la que uno descubre que hay lugares prohibidos y que ilusionarse siendo aficionado del Celta es una llamada al desengaño. Algunos lo descubrieron esta semana, pero para la mayoría es una sensación familiar que tarde o temprano reaparece en sus vidas. Cada uno lo manifiesta a su manera: los hay aventurados que hicieron reservas hoteleras en Sevilla para el 6 de abril, algunos querían ver un guiño del destino en el año del centenario, otros se limitaron a susurrar frases o promesas en su entorno más cercano y la mayoría negaba con la cabeza mientras asentía con el corazón. Todos ellos se reencontraron el martes con ese regreso a casa silencioso y rabioso que acompaña las noches tristes que arrancan cargadas de sueños.
Duele perder, claro, pero nunca ha sido un problema. Cosas de la costumbre. Para la chavalada que se asoma por primera vez a ese abismo supone una experiencia algo traumática, pero para el resto no. La irritación dura un tiempo pero desaparece con la seguridad de que tarde o temprano el fútbol volverá a poner al Celta en un lugar parecido y regresarán entonces las mariposas a dar vueltas en el estómago. Tal vez haya que esperar un tiempo, pero si algo tenemos por aquí es paciencia. Es el irregular ciclo de la vida que nos gobierna. El verdadero problema del martes –y la enseñanza que deben aprender el club y el vestuario– no fue la derrota sino su desnudez. Lo que hoy tiene al celtismo con cara de no haber dormido en una semana es la impresión de que nadie en el campo sentía el mismo ansia que ellos y que la resignación frente a la Real Sociedad llegó demasiado pronto y de manera incomprensible. Eso es lo que su gente tardará en perdonar. En un día que podría añadir un capítulo hermoso a su centenaria historia el Celta fue incapaz de igualar el hambre del contrario. Justo lo que no podía fallar. Esa pasión, ese fuego que transmitieron el Mallorca o el Athletic de Bilbao en sus enfrentamientos del día siguiente no asomó por Vigo. Tampoco eran favoritos pero se valieron del empuje de su gente para intimidar a rivales poderosos y ganarse con justicia el pase a semifinales. Una derrota no ofende, la mansedumbre sí y la cobardía más. Por eso echaban humo los grupos de whatsapp y la gente se asomaba a Twitter para participar en una especie de concurso de ofendidos.
En el club arraigó en las últimas horas la idea de que la superioridad de la Real Sociedad era aplastante y que sucedió “lo normal”. Una idea acomplejada, impropia de un equipo que rara vez ha temido naufragar en sus aventuras aunque el rival fuese más grande, más fuerte y más rico. De ser así el fútbol no tendría sentido y el Celta no habría pisoteado las alfombras de algunas casas señoriales a lo largo de su vida. Claro que esta Real Sociedad es superior, pero ¿cuándo ha sido eso un inconveniente? Escudarse en la desgracia del gol en el primer minuto es simplificar la cuestión y negarse a entender a esa gente que el martes se sentó en Balaídos dispuesta a llevar al equipo sobre sus hombros hasta Sevilla y regresó a casa desamparada por los suyos y con la duda de cuántas oportunidades más le dará la vida de intentarlo de nuevo.
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