La noche del 1 de diciembre del 2.018 será imborrable para mí por los muchos recuerdos que pude revivir de nuevo, en "vivo", con mis compañeros y aficionados que ya se han ido. Pero que aquella noche estaban allí, conmigo, en los rostros de sus hijos, de sus nietos y de los hijos de aquellos inolvidables aficionados que, con uniforme de gabardina y corbata, hiciese frío, calor o lluvia, allí estaban de pie en Río, Gol o Marcador, siempre secundando el grito del ¡Hala Selta! por los bien cubiertos, con el tejado de uralita o latón, de la Grada Cubierta.

Sí, aunque nadie los veía, allí estaba Simón, sonriendo, como cuando me decía: "Muchacho, así no se atrapa un balón, se hace con la yema de los dedos y colocando los dos pulgares detrás, haciendo de freno, para detener su trayectoria". A su lado Marza sonreía con gesto de: "Eso lo aprendió de mí". Los dos estaban junto al más anciano, Hidaldo, que con el peso de sus años -ya son casi el siglo- estaba feliz sentado en una silla. Había cambiado el fútbol por ser "banquero" y se sentía contento de volver al mundo del que, de joven, se había alejado. También estaba con él Dauder que, como siempre, sonriendo, parecía estar encajando y desencajando aquella clavícula que le saltaba de parada en parada. Busqué a Pazos con la mirada y lo vi satisfecho de sí mismo en el fondo de la sala, alto, espigado y siempre bien peinado al estilo de Carlos Gardel. Me sonreía contento pero al mismo tiempo burlón, como si quisiera decirme:" Muy bien Padrón, tú y yo seguimos siendo los mejores".

De pronto, en el fondo de la sala, vi cómo me saludaba Adauto, el portero del Real Madrid que me encontré en el Celta y del que fui un suplente paciente durante más de dos temporadas porque, a pesar de ser un gran portero, venía del Madrid y eso siempre pesaba para la titularidad. "Recuerda chaval que fuiste mi suplente, a pesar de que eras para mí una pesadilla para poder seguir conservando la titularidad todos los domingos", me recordó. Luego busqué a Manolín, el que fue mi suplente, también aceptando pacientemente y como un buen amigo la suplencia durante casi diez años. Un hombre desconocido para mí se me había puesto delante y no me dejaba ver bien quiénes estaban en el salón, entre los que pretendía encontrar a mi excompañero y amigo Manolín.

- Te voy a presentar a tu suplente Manolín-, me dijo alguien, no recuerdo ahora quién fue, pasando su brazo sobre mis hombros.

¡Manolín era aquel hombre que estaba delante de mí y que no conocía! Sin poder evitarlo, me abracé a él y lloré de alegría por verlo después de sesenta años. Lloré porque los hombres también lloran. ¡Qué alegría, Señor! Y seguí llorando cuando Quinocho me sonreía desde una esquina del salón, recordándome cuando los dos, niños aún, estábamos en el Celta Casablanca yo, después del entrenamiento, pretendía comer el bocadillo que todas las tardes siempre me preparaba la señora de la pensión, encontrándome, en mi voraz mordida, en medio del pan, con un sucio calcetín que él y los otros compañeros habían camuflado entre ambas cortezas del bocata.

Allí, junto a su nieto, estaba Pepe Villar, tan parco en gestos y palabras como siempre, que con su voz de tono bajo le decía: "Este fue el mejor portero que tuvo el Celta. Le paró un penalti con la cabeza a Gonzalo III, en Las Corts". Luego también vi a Seoane, Albarín, al parco y engreído rubio Arranz; y a Albino, el fino jugador y ahora el más antiguo de los vigueses que quedan aún con vida, que cambió y endureció su forma de juego por ganarse un puesto en el Celta. Al igual que lo estaban Toni, con sus gafas oscuras y su fino cigarrillo entre los labios, que tenía que fumar, incluso en la caseta, en la mitad de los partidos. Al igual que lo hacia el argentino Gutiérrez con su copita de coñac que, sonriéndome, me preguntaba: 'Che', boludo, ¿cómo te va?". Lo mismo que lo estaba Ares, el futbolista periodista que nos tomaba el pelo a todos por teléfono.

También pude estar con Artime cuando se acercó a mí con su hija, a la que le contaba el magnífico marcaje que le hizo a Di Stefano; aún hoy yo escucho el grito de dolor que lanzó al romper la rótula delante de mí, en una desafortunada jugada. Allí estaba Gausí, el fino extremo catalán, que con gesto de asombro me preguntaba: "Eh, tú, ¿cómo haces esto? ¿Lo has pensado bien?". Como lo estaba Eliseo, teorizando con el devenir de la vida; Olmedo, reflejado en su hijo, al igual que nuestro goleador Mauro lo estaba en el suyo. Luego les seguía Cerdá, el oscuro "todoterreno" de Concentaina que nadie veía, seguido de Moll, recuperado de la grave lesión que lo había alejado del Barcelona. Como lo estaba el brasileiro Braga, que no se asustaba ante ningún defensa, aunque este le amenazase con un "te saco los ojos y te meo en los agujeros". Y del corpulento andaluz Cantero, también llegado del Madrid. Por último mi buen amigo y querido Torres, el mejor extremo izquierda de España por aquel entonces, cuyo fichaje por el Madrid se lo frustró Quinocho en una tarde aciaga ante Gento.

A su lado no podía dejar de estar el pequeño -pero qué gran jugador era- Azpeita, al que Torres le daba con el codo para que no se durmiera, pues siempre echaba un sueñecito si encontraba lugar para hacerlo. Era como el "dormilón" de "Blanca Nieves". Allí también estaba el gran Ricardo Zamora, que sonreía satisfecho por aquel homenaje mío a todos los compañeros, antes de reunirme, no sé dónde, con todos ellos. A su lado estaba Gaitos, el hombre que nos revolucionaba en la caseta en pos de la victoria, y en el "Lanzallamas" no nos dejaba parar de reír hasta el regreso a Vigo. El bonachón de Amoedo, al que Gaitos llamaba "sacho con ojos", estaba junto ellos y me miraba con su franca e inocente sonrisa mientras pensaba: "¡Bah! ¿Qué saben estos, Padrón? Diles cuando yo, descalzo, con el campo lleno de barro, con un balón que pesaba cinco kilos, le pegaba desde el punto de penalti y lo enviaba por encima de Marcador hasta la central eléctrica que había fuera del campo".

Pan con nueces y Carmelo

Pan con nueces y CarmeloTambién estaba el vasco Iraragorri, que me hacía comer pan con muchas nueces para que fuera tan fuerte como Carmelo, el gran portero que él puso a jugar en el Atlethic Bilbao. Y Luis Urquiri, el entrenador que temblaba cuando Adauto se lesionó, faltando un minuto, en Balaídos, ante el Barcelona de Kubala. En vez de darme él ánimos a mí, era yo quien lo tenía que tranquilizar. Como lo estaba el bueno de Scopelli con su lamento: "¡Pero miércoles!". Al que no vi por ninguna parte fue a Don Luis Casas Pasarín. Tal vez pensaba que yo seguía enfadado con él por haberme apartado del equipo hacía ya unos sesenta años. Nada más lejos de la realidad, Don Luis, pues incluso en aquel entonces no me enfadé con usted, porque siempre fui respetuoso con las decisiones que tomaba el entrenador, tanto para bien como para mal.

El Tigre Padrón detiene un remate de tacón de Kubala, que lo felicitaría por la acci´ón en presencia de Pepe Villar

No quiero olvidarme de Don Manuel Prieto, uno de los mejores presidentes que tuvo el Celta y tan mal tratado por quienes dicen quererlo, cuando son sus verdaderos enemigos por ambiciones que tocan lo personal. También vi al bueno de Don Vicente Santodomingo, que firmaba las letras, como "lenguados", para tener dinero para viajar, y al "velador" de resultados Pepe Domínguez, cuyo hijo jugó conmigo, tanto en el Celta como en el Deportivo. Por aprecio y amistad se enlazó como padrino de mi único hijo varón.

Por último, el que sí estaba era mi padre futbolístico, el hombre que perdió horas y horas conmigo para enseñarme todo lo que debe saber y cómo actuar un portero. Hombre que me hacía analizar cada partido jugado, no sólo para corregir fallos, sino para echarme sus buenas broncas, ya que pretendía hacer de mí el mejor portero de España, lo que estuvo a punto de conseguir. Yayo tuvo en mí a su hijo rebelde, al que a pesar de todo siempre quiso y yo le quise a él, al igual que a ese padre de verdad que me faltó cuando tenía 14 años.

El "miñique" torcido

El "miñique" torcido

Detrás de mi padre futbolístico estaban sus discípulos adelantados del Celta Casablanca, Monchito y Toñín. El bueno y correcto veterano Cabiño, el que siempre sonreía y cuando me veía me decía: "¿Te acuerdas cuando eras aún un niño y tu hermano jugaba en La Orensana conmigo? Yo te entrenaba tirándote con fuerza aquellos pesados balones". Hermidita sonreía a su lado y me miraba como diciendo: "Anda, mira éste, pues yo no te asustaba con mis tiros a gol". Y miré mi dedo "miñique" todo retorcido aún por uno de aquellos terribles disparos que no solo dolían, sino que quemaban al girar el balón sobre sí mismo, constantemente, y tener que detenerlo. " Y ahora hablan del chut de Cristiano", pensé.

Pero mi gran sorpresa, que me emocionó e hizo que vertiera lágrimas de mis ojos seniles, fue cuando recibí una llamada telefónica, al día siguiente, del hijo de Luis Casas Pasarín, al que hacía también sesenta años que le había perdido la pista y lo buscaba, desesperadamente, para decirle, con la inocencia de niños que éramos, como cuando viajaba con nosotros o nos veíamos en las concentraciones en las que nos acercábamos al colegio en el que estudiaba: "Que yo a su padre le tenía el cariño y respeto que siempre le tuve, porque sabía que él también me valoraba como portero de fútbol, y me quería como a ese hijo rebelde que no se calla nada de lo que tiene que decir, aun que sea como un padre para él". Todo fue maravilloso, aunque mi viejo corazón se sobresaltara por el cariño, aún hoy intacto, que recibí de los hijos y nietos de aquellos inolvidables celtistas que me reprendían en los fallos: "Padrón, chalado, ¿a dónde vas?" o bien cuando en los buenos lances hacían tronar una ovación, con la que temblaba Balaídos.

Por eso, desde estas páginas, quiero agradecerle, primero a mis excompañeros que no pudieron estar en el acto, dada la nula ayuda recibida por los que si tenían obligación de darla como el presidente del Celta, el alcalde de la ciudad, el presidente de la Xunta de Galicia, a los que no les pedía dinero, sino la localización de los jugadores que aún podían estar vivos o bien me buscasen un local donde mostrar dignamente el documental a los nueve ex jugadores del Celta -no de otro equipo- que aún estamos vivos, al no poder llevarla a cabo yo, dados mis 85 años que llevo encima, con pasos de "pajarito".

Agradecer también al nieto de ese gran presidente que tuve en el Celta, Don Manuel Prieto, porque sin su ayuda no hubiese podido recibir a mis excompañeros y amigos, así como a vosotros, que sois los hijos y nietos de aquella afición inolvidable, en un lugar tan digno. Y cómo no, mi agradecimiento y cariño, de todo corazón, a los hijos, nietos y familiares de todos estos excompañeros que hemos recordado de forma tan digna y cariñosa. Sin olvidar el gran apoyo recibido por toda la prensa, que hará de este acto algo inolvidable para los que quieren de verdad a nuestro Celta. El que, según pude comprobar, está muy alejado de esa afición que vive y suspira por su club a pesar de todo. Al que yo, en el último momento, intenté acercar pidiéndole un gesto de buena voluntad, para que invitase a todos los celtistas del acto a un vinillo o refresco. Lo que una voz, desagradable, de mujer, al otro lado del teléfono me recordaba que no podía ser. Al oírla, volví a sentir aquella pena que sentí, hace más de sesenta años, por el Celta. En el que, al parecer, nada en su junta directiva había cambiado.

¡Ah!, al fin pude ver a Cameselle, el hombre que tuvo en sus manos nuestras vidas y que siempre supo llevarnos a "buen puerto" con su gran saber conduciendo el "Lanzallamas", al que Santomé, nuestro magnífico e inolvidable masajista, siempre sabía dirigir marcha atrás con aquel: "¡Dalle, dalle, dalle mais!". Luego sonaba un buen golpe y se apresuraba a gritar: ¡Para, para! ¿Xa te dixen eu que non lle deras mais!.