Opinión | Lo que hay que oír

Un Eduardo Mendoza en cada párrafo

La novela de Eduardo Mendoza (81 años y Dios nos lo conserve) Tres enigmas para la Organización pone fin a esas cosas que tanto le gusta decir al por mí (y por muchos) tan envidiado maestro: que el género novela está muerto y que ya no iba a escribir más tras la trilogía que culminó en 2021. A pesar de los denodados esfuerzos de Pablo Motos al menospreciarlo por ignorancia (no por lapsus) en su programa, diciendo Saboya en vez de Savolta; a pesar de cierto sedicente crítico literario que coloca entre las novelas “de risa” mendocianas a La ciudad de los prodigios; a pesar de tan baldío terreno cerebral hispano donde trata de sembrar, la novelita que cito lleva encaramada a la lista de superventas semana tras semana y para seguir. ¿Novelita con 400 páginas? Sí y a mucha honra. Pues es un disparate total, es premeditado, es azaroso su desarrollo, es una gozada de leer. Pero tal tracamundana de trama nos puede ocultar la frase descacharrante, que es la que hoy quisiera resaltar. Es decir: la carcajada del párrafo, no ya la de las aventuras noveladas.

Fíjense qué nombres propios: Borrachuelo & Associates, Pocorrabo, Monososo, Grassiela (alias de Serafina Esparraguera), “Vengo por el anuncio. Soy Marrullero” (cómo olvidar al Teniente coronel Gumersindo Marranón de Riña de gatos), la pensión El Indio Bravo, las frases hechas: el viejo lobo de mar (un arponero que canta Por ahí resopla o Llamadme Ismael), el viejo almacén... o el agente oriental que “se embadurna la cara, se pinta los labios, se alborota el pelo y finge ser un mulato caribeño llamado Moreno Sonoro”.

Fíjense en esta conversación entre madre e hija:

–¿Has visto la hora qué es? ¿Dónde te habías metido? ¡Ya verás cuando venga tu padre del trabajo y se encuentre la cena sin hacer!

–La cena estará en cinco minutos. Y papá se murió hace quince años.

–¿Se murió? ¿En serio? No lo sabía. ¡Pobre hombre! ¿Y de qué murió?

–Del tiro que le pegaste, mamá –dice ella.

–Ah.

Fíjense en lo que comentan los taxistas: “Uno le dijo que le parecía estar llevando cabezas cortadas y otro le espetó que bastante tenía con conducir, hablar del tiempo y criticar al alcalde de Barcelona en sus sucesivas encarnaciones”. O el personaje Morciŀlió: “Mi padre tuvo un derrame cerebral. Se le fue la olla y sólo decía verdades. Lo metí en una residencia”. O fíjense en la anciana señora Mendieta, que “no le tiene miedo a nada, salvo a las cucarachas y a sus propios pensamientos” y que sostiene que “si Dios estuviera casado, no habría hecho muchas de las cosas que ha hecho”.

Fíjense en las confusiones de Irina: “Les recordaré que de buenas intenciones está empedrado el veraneo. Quise decir el averno”. O reparen ustedes en este resumen de por qué continúa existiendo la inútil Organización del título: “Varias décadas más tarde, en los años febriles de la transición democrática, la Organización emergió, si no a la luz, al menos a la penumbra, como tantas cosas de un periodo oscuro que a muchos resultaba incómodo asumir. La primera reacción fue eliminarla de un plumazo, pero su propia inconsistencia propició una prórroga; nadie sabía muy bien cómo cancelar algo que carecía de reconocimiento oficial y ningún Gobierno desmantela un organismo ya existente que le sirve para colocar a su gente. En algún momento, a efectos presupuestarios, organizativos y de camuflaje, se había adscrito la Organización al departamento de Coros y Danzas de la Sección Femenina, y más tarde a la Obra Sindical de Educación y Descanso. Ninguno de estos organismos estaba llamado a perdurar, pero sus componentes sobrevivieron, bajo distintas denominaciones, unos transferidos a las autonomías, otros como remanente parasitario de la hipertrofiada burocracia central”.

En definitiva: dense un festín literario de risas, pero no solo con el conjunto, pues metiendo la mano en el saco de la prosa de Mendoza, sale mucha perla y arena apenas.

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