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Francisco García Pérez opinador

Lo que hay que oír

Francisco García Pérez

El yogur estupefacto y otros equívocos

Tres píldoras y un calambur

Tomo de una web la definición de quien se encuadra en el “género fluido”: persona que se entiende a sí misma como una mujer en algún momento de la vida, un hombre en otro, y transita por otras identidades de género. Largo camino les queda por recorrer a quienes tal doctrina defienden, como pude comprobar en cierto hospital del populoso norte turístico hispano y playero cuando acompañaba a urgencias el pasado septiembre a una dama lesionada, llamémosla María Dolores Herida. Sentados en la sala de espera, mi accidentada se levantó para ir al servicio. Al momento, entró una funcionaria con bata en el recinto de quienes aguardábamos y voceó: “¡María Dolores Herida!”. Me levanté raudo: “¡Aquí, aquí, yo!”. La sanitaria me fulminó con la mirada: “¿Es usted María Dolores Herida, señor?”. Balbucí: “No, pero es que…”. No me dejó terminar: “Pues si no es usted María Dolores Herida, se sienta y espera a que lo llamen, caballero, que no estamos para bromas”. ¿Qué hacer en caso tal? ¿Denunciarla en una oficina de lenguaje inclusivo o en la Dirección General de Diversidad Sexual y Derechos LGTBI? ¿Darle una charla sobre la diversidad de géneros y el porqué yo puedo ser calvo y bigotudo, pero tenerme por y llamarme María Dolores Herida? ¿Callar por la vergüenza de ser solo un hombre cis heterosexual blanco? Menos mal que mi maltrecha Dolores Herida salía del baño en ese momento… “The Long And Winding Road”, cantaba Paul McCartney, el largo y tortuoso camino.

El yogur estupefacto y otros equívocos

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La lengua se renueva a diario. El hijo de unos amigos está terminando de cenar con la habitual y exasperante lentitud que caracteriza a los niños nueveañeros. Su madre lo apremia: “A ver: termina ese yogur ipso facto”. En estas, se oye la voz de su padre desde la habitación contigua: “Hijo, ¿vienes a ayudarme, por favor?”. Y el guaje –con el habitual y exasperante escaqueo que caracteriza a los infantes de su edad– escurre el bulto y crea una fastuosa combinación léxica: “No puedo. Estoy tomando el yogur estupefacto”. (Cómo me recuerda esta feliz e inesperada unión de sustantivo y adjetivo descuadrados al rechazo que Jorge Luis Borges manifestaba acerca de la llamada “literatura comprometida”. Al maestro le sonaba tan absurdo como “equitación protestante”).

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Como es bien sabido y las empresas hodiernas de entretenimiento lo confirman, vende mucho más el mal ajeno que la alegría del prójimo. Aún estoy viendo la cara de alborozo de un transeúnte cretino cuando hace unas semanas, al salir yo tempranísimo de donde estaba aparcado, monté sobre la esquina de la acera y arruiné una rueda delantera del coche. Sin conocerme de nada, pero encantado de la vida, no solo no me consoló ni hizo ademán de prestarme ayuda, sino que se tornó aspaventero y entusiasmado y gritón: “¡La reventaste! Ja, ja, ja. ¡No puedes seguir camino! ¡Qué putada! Ja, ja, ja”. El tan mezquino “no me pasó a mí, libré, fastídiate tú” sigue contradiciendo a aquellos inexplicables optimistas que, al principio de esta pandemia, aseguraban que saldríamos de ella más amables, más humanos, menos raros (como cantaban Lichis y María Jiménez en la prehistoria). Cambiada la rueda, llegué varias horas después al muy estrellado y afamado hotel al que me invitaban y me dispuse a recuperar fuerzas con una saludable siesta. No pude. Un chirrido estremecedor me hizo brincar en la cama. Salí al pasillo todo descompuesto (yo) y vi a un currante de mantenimiento, taladro en mano agujereando una pared. Lo miré queriendo matarlo, me miró sonriente y no solo no se disculpó ni hizo ademán de cesar en tal escándalo a inoportunísima hora, sino que me formuló una pregunta retórica y tuteante: “¿Te jodí la siesta, ¿eh?”.

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De mi amigo invisible, para quienes tienen la bondad de leerme, este fantástico y fantasioso calambur o juego de palabras: “Máscara eslava, cuna de mitos” es también “Más cara es la vacuna de mi tos”.

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