Opinión
El bello oficio de informar
Hay que resolver la convivencia colectiva, en eso no les podemos fallar los comunicadores a nuestros coetáneos, siquiera a nuestros antepasados. Tuvimos un modelo de negocio, relacionado con el mercado a través de la publicidad, sometido a los vaivenes y a algunas intromisiones, fundamentalmente públicas. El filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermans denunció este fenómeno de captura informativa por fuerzas distintas a los fundamentos que aseguraban una opinión pública libre e independiente, crítica, en las sociedades democráticas. Llegó el Watergate para desmentir tan extrema opinión, y demostrar que junto a la prensa sometida, manipulada, convivía una prensa independiente. Esta última es la única que cabe defender, en la que cabe reivindicar el rol de los periodistas, sin dogmatismos, sin ambages, sin circunloquios ni barroquismos en los que correr el riesgo de perderse.
Así lo manifestó Hanna Arendt, filósofa, historiadora, politóloga, socióloga, profesora de universidad, escritora y teórica política, de origen también alemán, posteriormente nacionalizada estadounidense: “es necesario construir una esfera pública común donde los hechos del día (esa dosis de veracidad) puedan presentarse a los ciudadanos para general una conversación nacional” –si se quiere global o local, añado–, que evite el avance de los totalitarismos.
Todas esas autorizadas advertencias han ido diluyéndose, cayendo en el olvido de la papelera junto al espacio común de los hechos o se ha triturado en el basurero de las redes. Y aquí no hay metáforas, ni anécdotas como la de la criada de Alfonso Reyes que recogía sus papeles rotos y los recomponía con cuidado. Según contó Carlos Fuentes, la empleada recuperaba pliegos descartados por el escritor y poeta mexicano y los ordenaba en una carpeta titulada “Papeles rotos de Don Alfonso.”
Estamos asistiendo a la época de mayores avances científicos y técnicos, pero si la velocidad en las novedades es vertiginosa, el protagonismo de lo excluyente es proporcionalmente mayor. En el andén quedan los nuevos analfabetos digitales, que se suman a las hordas de iletrados anteriores.
En apariencia conocemos mejor el entorno. Sabemos que abarcamos más pero no sabemos más. Al contrario, evidenciamos carencias que crecen de manera exponencial. La abundancia de información nos somete a una suerte de censura no exactamente impuesta pero real. Observamos galaxias cada vez más lejanas, nos adentramos en lo microscópico, nos distraemos en lo global, corremos en todas direcciones y cada vez más deprisa, batimos todos los récord, a todas las horas, pero no podemos aseverar que los avances sean todos de calidad, ni que podamos llegar a metas asumibles en una vida.
Como periodistas estamos llamados a generar información / conocimiento fiable, a traducir a comprensible –y en lo económico– logros al alcance de unos pocos. El rol de los comunicadores ha de ser moderar, ponderar, equilibrar tanto desfase, revisar entre la basura y rescatar lo mucho y maravilloso y descartar lo deleznable. Quizás hay que proponer una revolución tendente a consensuar qué es lo normal. Podemos opinar, claro que sí, incluso pronosticar, pero no hemos de desorientarnos ni distraer con una brújula enloquecida. El objetivo es narrar, investigar, contrastar hechos. Como diría Ortega, el ser humano construye esquemas e interpretaciones del mundo que le sirven “para andar entre las cosas y realizar su vida, para orientarse en el caos de la circunstancia”.El periodista como ser racional ha de aportar un plus para descifrar el jeroglífico, para conducir a los receptores por este laberíntico mundo, lleno de trampas pero apasionante, que representa el hecho de informar.
*Periodista, director del séptimo Congreso de Editores de Medios Europa- América Latina
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