El hombre que nunca viajó

Julio Picatoste

Julio Picatoste

Hoy se valora sobremanera, y más por la gente joven, el viajar como ingrediente inexcusable de eso que llaman, con enfático pleonasmo, “vivir la vida”, que es avidez de experiencias y aventuras, pues todo viaje es, de una u otra forma, exploración y aventura. Romper con la cáscara de nuestra cotidianidad y salir de nuestro cubículo urbano nos abre las pupilas a nuevos paisajes, y a la vez nos ilustra sobre otros pueblos y otras culturas diferentes, aunque los hay que, por más que vayan de país en país y de continente en continente, en realidad lo hacen como maletas, no viajan, sino que se dejan llevar de un lado a otro. Ahora, frente a aquellos que creen que sin viajar no hay verdaderamente vida ni aprendizaje, he de señalarles hombres excepcionales que, sin haber viajado, sin apenas moverse de su ciudad han sido espíritus de dimensión y proyección universal, han tenido una vida de plenitudes, han descendido a las simas del alma humana, se han alzado por encima de todos los cielos y han vivido hondamente la vida huma. Un ejemplo: Kant.

"Romper con la cáscara de nuestra cotidianidad y salir de nuestro cubículo urbano nos abre las pupilas a nuevos paisajes"

Kant era un hombre extremadamente menudo, apenas llegaba al 1,50 de estatura, muy delgado, de aspecto débil y cuerpo ligeramente deforme; desde la infancia arrastraba una salud precaria. De origen muy modesto – su padre y su abuelo eran guarnicioneros–, para pagar sus estudios universitarios trabajó como preceptor de familias nobles y acomodadas. Fue su vida la de un solterón de carácter meticuloso y de proverbial puntualidad; con exactitud y precisión hacía el trayecto diario entre su casa y la universidad, siempre en el mismo tiempo, siempre a la misma hora. Y de igual manera, sus clases se desarrollaban en el tiempo justo. Se dice que su vecindario ponía sus relojes en hora cuando, de ida o vuelta de sus paseos, veían pasar a Kant por delante de sus casas. Sin embargo, en una ocasión y por unos días, el filósofo dejó de pasar a la hora acostumbrada; sus vecinos estaban desconcertados; era como si los relojes se hubieran parado. Ocurría que Kant, durante unos días, había dejado de salir a dar su paseo habitual, absorto en la lectura de Rousseau, cuyo estilo literario le causaba honda impresión.

Su vida de regular precisión, invariable y monótona –Kuno Fischer la describe como “calma uniforme”–, nos podía llevar a imaginarle como hombre gris y retraído; pero lo cierto es que ese tipo de vida disciplinada y metódica, entregada al estudio y meditación, no fue en modo alguno incompatible con un carácter enormemente sociable; era un muy buen anfitrión que con frecuencia disfrutaba compartiendo su mesa con invitados, cuidando siempre de observar la regla de tres comensales como mínimo y nueve como máximo (incluyendo al propio Kant); durante la comida y la sobremesa, a veces larga, conversaba animadamente sobre los más variados temas (pero no de filosofía), haciendo gala de su vasto y minucioso saber.

Dedicó su vida a la docencia universitaria, aunque no llegó a ser nombrado profesor ordinario hasta los cuarenta y seis años. Decía que no enseñaba filosofía, sino a filosofar. Tan apegado estuvo a su ciudad y a su universidad provinciana que no aceptó el ofrecimiento de cátedras de mayor prestigio (Berlín, entre ellas).

"Kant era capaz de describir con precisión y detalle lugares nunca visitados por él como si los hubiese recorrido personalmente"

Pues bien –y vuelvo al punto de partida–, este hombre singular y bondadoso, universalmente admirado y estudiado, que marcó un antes y un después en la filosofía, vivió los ochenta años de su vida sin moverse de su Königsberg natal, en la antigua Prusia oriental, de la que nunca salió; no viajó a parte alguna, tan solo en su juventud se desplazó a unos diez kilómetros de la ciudad para cumplir con sus deberes de preceptor. Toda su vida se redujo a aquella ciudad situada a orillas del mar Báltico, cuyo clima invernal invita al recogimiento y la meditación. E hizo de aquel recóndito lugar el epicentro de un seísmo filosófico que conmovió los cimientos de la filosofía. Su pensamiento supuso un verdadero giro copernicano en la teoría del conocimiento.

Una de las disciplinas que, además de la filosofía, explicó en la universidad fue la geografía física; es curioso que, no habiendo viajado fuera de su tierra, era capaz de describir con precisión y detalle lugares nunca visitados por él como si los hubiese recorrido personalmente. Es conocida la anécdota de aquel alumno inglés que al escucharle la pormenorizada y exacta descripción del curso del Támesis, los pueblos y aldeas, sus cultivos, sus puentes y monumentos no daba crédito al hecho de que el filósofo nunca hubiera estado en Inglaterra.

Este hombre menudo que admiraba el cielo estrellado que se abovedaba sobre él y la ley moral que habitaba en su interior, según él mismo dijo, era persona de andares lentos, no hechos para el viajero, acompasados al ritmo sosegado de su vida, pero su cerebro llegó a los más frondosos y lejanos continentes del saber y su obra dio la vuelta al mundo y sobrepasó las fronteras de los siglos. En su filosofía, dijo Ortega y Gasset, “se ve funcionar la vasta vida occidental de los cuatro últimos siglos”. Y todo eso sin moverse de su Königsberg natal.

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