De un país

La gloria de Catar

Luis Carlos de la Peña

Luis Carlos de la Peña

Después de varias semanas de Mundial de fútbol y ensimismados con las evoluciones deportivas, el auge y caída de los orgullos patrios y la aséptica eficacia de una organización que no muestra nada más allá de la ya estandarizada arquitectura orgánica de los estadios, habíamos olvidado los ominosos antecedentes del caso. En las semanas previas y en las jornadas iniciales, cuando la pelota empezaba a rodar en los improbables céspedes del desierto, se alzaron voces –pocas, es cierto, pero audibles para quien quisiera oírlas–, sobre la falta de libertades, el sojuzgamiento de la mujer y las condiciones de práctico esclavismo con que allí se interpretan las condiciones de trabajo por cuenta ajena, incluida la seguridad laboral.

Muy pronto la extensa y apasionada comunidad futbolera internacional echó toneladas de literal arena sobre el asunto, incluidos perspicaces progresistas como Jorge Valdano o Philipp Lam, el exfutbolista alemán de prometedora nueva carrera en los despachos. El Estado de Catar, ese apéndice de la península arábiga con superficie similar a la de la provincia de Lugo, pero de emblemático color dorado, se fue yendo de rositas hacia la final de su Mundial, un carísimo publirreportaje de un mes de duración, que nos ha permitido saber que los antiguos beduinos del desierto le han tomado el gusto a las aguas minerales de lujo, el oro en todas sus variantes y los negocios globales en rascacielos de vidrio y metal refulgiendo al sol.

"Con el caso de Catar se nos hace apurar el cáliz de la hipocresía y el bochorno hasta las mismas heces"

En ese ambiente tórrido, apenas refrigerado por toneladas de CO2 que de inmediato retroalimentan el calentamiento global, el dinero del gas riega, ablandándolas, las voluntades de dirigentes deportivos tipo Blatter o Platini, dimitidos por corrupción una vez cumplida su personalísima misión de designar a Catar como la más improbable de las sedes mundialistas que cupiera imaginar. Como es natural, la ambiciosa promoción catarí no se limita al fútbol ni al ámbito deportivo. Esta misma semana uno de sus tentáculos ha dejado un rastro de baba en el mismísimo Parlamento europeo. Varios diputados del grupo Socialistas & Demócratas se han visto enredados en las tramas lobistas de los señores del desierto para mayor deshonra del oficio.

En el capítulo que Maquiavelo dedica en El Príncipe a “los que han llegado a ser príncipes por medio de maldades”, nos advierte sobre la diferencia de conquistar la soberanía, pero no alcanzar la gloria. Con el caso de Catar se nos hace apurar el cáliz de la hipocresía y el bochorno hasta las mismas heces. ¿Era necesario caer tan bajo?

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