Aunque todo se perderá, todo permanece. La Tierra se convertirá en un terrón yermo cuando el sol se agote. Mucho antes nos habremos extinguido. Nadie quedará siquiera que nos haya olvidado. Estaremos allí, sin embargo. Interceptamos en su viaje infinito la luz de estrellas que desaparecieron hace millones de años. También la luz reflejada en planetas, de los que se ha impregnado. Conocemos la composición de estos astros analizando su espectro. Nada se crea y nada se destruye; todo se transforma, como predicaba Lavoisier.

En 2013, el Instituto para el Cambio Climático de la Universidad de Maine sondeó 72 metros de hielo del glaciar Colle Gnifetti, en los Alpes suizos. El hielo compactado funciona como una cápsula de tiempo, igual que los anillos de un tronco. Existen máquinas capaces de extraer 50.000 lecturas de cada metro. Los científicos descubrieron que la capa correspondiente a 1180 registraba picos elevados de concentración de plomo. La circulación atmosférica dominante apuntaba a Inglaterra como fuente de contaminación. En esa época, Enrique II ordenó fundir monedas de plata. El proceso requería un mayor empleo del plomo. Aquella reforma monetaria se consignó en las nieves distantes como en un libro contable.

Nuestra eternidad se contiene en la genética. En mi larga nariz se puede rastrear la chata del primer homínido que se levantó sobre sus piernas en la sabana africana. En el “ya voy” de mis hijas, que nunca vienen, distingo la procrastinación codificada en mis genes. Legamos físico y carácter. También memoria. Fabricar recuerdos se convierte en la prioridad de cualquier padre a partir de un cierto punto; no vivir ya para lo que uno desea como propio, sino para lo que otros conservarán como suyo.

Mis hijas han soltado amarras. Sus cuerpos se despliegan y sus mentes florecen. Papá ya no lo sabe ni lo puede todo. Voy pasando de protagonista a espectador de sus vidas pellizco a pellizco, en cada “yo no, que he quedado con mis amigos”. Es una ley natural a la que me resigno. Me conformo con reconocerme en ellas; en la curiosidad y el desorden de la mayor; en la zalamería y la impaciencia de la pequeña. En sus muecas y sus ojos castaños. Sé que habito en mis hijas como el plomo inglés en un glaciar suizo. Esos artefactos prodigiosos podrían distinguir las 50.000 caricias y sonrisas que hemos compartido, aunque el hielo las oculte.

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Nada se crea y nada se destruye. Ni siquiera nosotros. Nos transformamos en el humus que empapará el suelo y en aquellos que nos sucederán. Nadie nos recordará después de escasas generaciones. No se mencionarán nuestros nombres ni nuestros relatos. Habrá, sin embargo, una nariz como la nuestra; una rabieta que nos imite; un afán de felicidad que se haya transmitido patrimonialmente. Y dentro de millones de años, en algún planeta distante, alguien analizará la composición de lo que fue la Tierra, impregnada de nosotros: oxígeno y silicio, amor y dolor. Cada uno de nuestros actos se repite como un eco entre galaxias. Aunque todo se pierde, todo permanecerá en ese viaje infinito de la luz.