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Filioques

Fotografía de Madrid en 1937

La bestia ha despertado, susurrando su odio en los oídos. Nos seduce con su simplificación de la realidad, tan dolorosa en su mosaico. Identifica enemigos y culpables. Nos eleva como elegidos. Decreta lo normal y lo correcto en la conciencia y en la cama. Victimiza a los fuertes, pellizcando sus miedos, y criminaliza a los débiles. Vampiriza a los indignados. Emplea palabras nuevas para camuflar viejas insidias, aunque a veces se le caiga el disimulo. “¡Viva Cristo Rey!”, se ha gritado en un parlamento. Dios, ese dios ridículo que ellos se inventan a su imagen y semejanza, vuelve a distinguir entre santos y pecadores; entre buenos y malos españoles.

La bestia ha regresado. Nunca se fue ni la matamos. Sesteaba. Solo Alemania exorcizó sus demonios. Por eso no los ha olvidado. Francia e Italia, colaboracionista y cómplice, creyeron lavar sus pecados con el mito partisano. En España viajamos de la ley a la ley pasando por la ley. Transitamos sin rupturas bajo el ruido de sables. La bestia es como la vid si no se arranca. Germinará aunque parezca seca.

Nos empezamos riendo de que la bestia oliese a naftalina y ya está aquí. Gobierna. Ha empezado por Castilla y León. Pronto le seguirá Andalucía. Mañueco, Moreno Bonilla y Feijóo repiten el error de Von Papen. Creen que podrán domesticar a Abascal. La bestia jamás se serena ni reposa. Es como un tiburón, sin vejiga natatoria, condenado al permanente movimiento. Como el escorpión que pica a la rana en medio del río. Se inscribe en su naturaleza.

En Constantinopla, mientras los cañones del turco horadaban las murallas, se encrespaban las querellas entre unionistas, que pedían la ayuda del Papa, y cismáticos. Discutían sobre si la hostia consagrada debía elaborarse con pan ácimo y si el Espíritu Santo procedía solo del Padre o también “del Hijo”. “Filioque”, incluían los unionistas en el credo. El monje Genadio, líder ortodoxo, se negó a cualquier componenda. Le preocupaba más la salvación de las almas que de las carnes. No sabemos qué sucedió con las almas. Las carnes se desparramaron por las calles.

La bestia está a las puertas. “Hannibal ad portas”, gritaron los romanos después de que los cartagineses masacrasen a sus legiones en Cannas. Maldijeron a quienes proponían negociar. La amenaza los fortaleció. Lo recordaron décadas después cuando, ya arrasada Cartago, la ausencia de un rival relajó sus costumbres y fomentó la crisis de la República.

Vivimos bajo asedio. La bestia nos acecha. Peligran libertades esenciales. Podemos hacerle frente juntos o empeñarnos en debates divisorios y cálculos políticos. ¿Nos comportaremos como romanos, sabiendo a qué nos arriesgamos si claudicamos, o como bizantinos, obtusos en nuestros filioques mientras el fanatismo nos devora? La bestia se relame.

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