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¡Qué hombre!

Imagen de archivo de una procesión de Semana Santa en Vigo JOSÉ LORES

Jesús fue engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el padre. Demiurgo del universo infinito, se hizo carne tras miles de millones de años en una esquina de este diminuto planeta para predicarnos la vida eterna y redimirnos con su sacrificio. Resucitó a los tres días y ascendió a los cielos, dejando tras de sí cierta confusión: nestorianos, monofisitas, arrianos, priscilianistas, bogomilos, valdenses, husitas, cátaros, ortodoxos, católicos, luteranos, calvinistas... Para cada uno, su alquimia de Jesús.

Jesús fue un rabí, próximo a los esenios o a los fariseos, que como él creían en la inmortalidad del alma por influencia del zoroastrismo a diferencia de los saduceos. Se erigió breve líder religioso y político. En aquella Palestina en crisis abundaron las figuras mesiánicas; a veces revolucionarios y a veces simples bandoleros: Judas el Galileo, Jacobo, Simón, Atronges, Saduco, Ezequías... Jesús solo pretendía reformar el judaísmo. Sus seguidores funcionaron como otra secta o escuela judaica hasta que Saulo de Tarso, que no había conocido a Jesús en persona, abrió su mensaje a los gentiles. Un consuelo para estos simios que somos, atormentados por la consciencia de existir.

Jesús fue el falso profeta del Talmud, el profeta menor del Corán, un yogui hindú en peregrinación, un extraterrestre extraviado, homosexual o padre de la dinastía merovingia, negro o ario, concupiscente o asceta, conservador o protocomunista. Quizá ni siquiera existió, sin más testimonios fiables que las escasas líneas que le dedicó Flavio Josefo. Como cualquiera que perdura más allá de sí, alejándose de su realidad, nunca sabremos quién fue Jesús. Solo quiénes somos o queremos ser, reflejados en él. Jesús, su amor o su ira, su negación o su afirmación, se retrata en cada tiempo.

Hubo un ser humano, sin embargo, al que podemos concebir, preso y confuso ante el sanedrín tras haber ambicionado que su credo triunfe. Lo acusan de haber anunciado la destrucción del templo y de haberse proclamado hijo de Dios. Lo condenan por blasfemia pero privados del derecho a matar, han de enviarlo al prefecto romano. A Poncio Pilato poco le importan las querellas doctrinales judías. Encausa a Jesús por sedicioso e insumiso fiscal después de que Herodes Antipas, rey tributario de Galilea, de visita en Jerusalén, haya rechazado su competencia sobre el caso.

Jesús se resume en su muerte. Difícilmente el proceso judicial se desarrolló como relatan los Evangelios, siempre contradictorios entre sí. No coinciden plazos, audiencias, procedimientos. El Poncio Pilato dubitativo no se compadece con el gobernante cruel que sabemos que fue. La narración se ajustó al contento de los romanos, a quienes se quería seducir, y a la maldición de la comunidad judía jerosolimitana, con la que los primeros cristianos ya se habían enemistado. La palabra enraiza y germina impredecible. Un dominó de dolor liga el reproche al pueblo deicida y Auschwitz.

Jesús, aplastado por la burocracia del siglo, nada supone de todo lo bueno y malo que se realizará en su nombre; ese eccehomo esperanzado o desesperado en cada instancia y a la postre flagelado, insultado, escupido, exhausto, deshidratado, que cuelga del patibulum, con sus tobillos atravesados por un grueso clavo, al que su propio peso acaba asfixiando. Jesús, un sencillo Yeshua, que sufre, duda y reclama al padre: “¿Por qué me has abandonado?”.

Marcos, al relatar el prendimiento en el huerto de Getsemaní, relata: “Cierto joven seguía a Jesús, cubierto con solo una sábana. Cuando lo aprehendieron, el joven dejó la sábana y huyó desnudo”. Ese soy yo, desnudo, ateo, descreído, racional; apóstata de cualquier fe, sin madero ni mar. Al menos Jesús se comprometió hasta el fin con aquello en lo que creía. Solo un hombre. ¡Qué hombre!

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