La lectura más política del último drama wagneriano es a la vez la más poética en la producción del noruego Stefan Herheim, que sigue en el cartel del Festival desde su estreno en 2008. Los dos primeros actos encaran de frente la culpa histórica que pesa en la conciencia colectiva de los alemanes desde el Holocausto, y describen el gesto de la expiación. El tercer acto, que es en la voluntad de Wagner el de la redención (de los irredentos Amfortas y Kundry, pero también del redentor Parsifal, trasunto del propio Wagner) desenlaza con la redención de Alemania. No es un bucle complaciente, sino la parábola que hurga sádicamente en las heridas del imperialismo germano a lo largo del siglo que comenzó con Bismarck y expiró con Hitler.

Precisamente Hilter, que asistió con sus generales y soldados a varios festivales de Bayreuth y trabó amistades profundas con los descendientes de Wagner, se convirtió en el peor enemigo del compositor y su legado a fuerza de instrumentarlo en la legitimación del III Reich. La era de la sospecha, que fue secuela de la segunda guerra mundial, cuestionó de tal modo la presunta huella totalitaria del Festival y su mundo familiar –nunca castigados por los vencedores– que se hizo necesario un congreso desnacificador. Lo menos que podían esperar los alemanes que sienten de buena fe aquella exigencia ética de restitución, era ver en el escenario del Festival los enormes gallardetes rojos con esvásticas que ondearon en los accesos a la colina sagrada durante los últimos treintas y primeros cuarenta del siglo pasado. Ya en el XXI, seguía viva la necesidad de afrontar la historia ominosa, y hacerlo en el espacio que nunca pagó deuda colaboracionista. El talento de un gran escenógrafo noruego y la visión de los Wagner de hoy combinaron un proyecto expiatorio cuyo altísimo nivel artístico excluye toda sombra de oportunismo y showbussiness.

En esta lectura aparece la vieja Alemania enferma de ambición militarista, impotente para el rearme moral y recayendo más hondo después de cada fracaso. La inversión de ideales prima la banalidad materialista en una orgía perpetua que solapa la corrupción política. La decadencia moral de una sociedad de soldados, clérigos, médicos y burgueses contemplados como ángeles caídos de alas negras, precipita la ruina final y se apoya en una nueva sociedad de campesinos y obreros que han de reconstruir la nación y restaurar la ética de la igualdad y la libertad. Los conatos de protesta del público al bajar el telón del segundo acto sobre las esvásticas abatidas y el águila nazi hecha pedazos, se convierten en ovaciones fervorosas al final de la obra, con una escena que recrea en el parlamentarismo del Bundestag la grandiosa metáfora de la redención que Wagner despliega en Parsifal.

¿Es posible articular todo esto en un drama musical estrenado en 1882? Lo es, y de qué forma... Entre la realidad y el onirismo, el Jano Wagner/Parsifal narra la historia, anticipa el futuro, sufre la degradación y consuma el gran exorcismo liberador. Todo sucede en la mente y en la fantasía del creador, con su propia casa familiar –Wahnfried Hauss, a pocos metros del teatro– como referencia constante del decorado, con fragmentos de su biografía y con su sonido inmortal proclamando la caída, la perversión, el primado del espíritu y el instinto redentor. Junto a la escena de Herheim, una versión musical admirablemente austera de Danielle Gatti, elocuencia exenta de efectismos en los insuperables orquesta y coro del Festival y en los cantantes Kwangchul Youn (Gurnemanz) y Christopher Ventris (Parsifal), pone una vez de manifiesto que, cual moderna Eleusis, tan solo Bayreuth revela con los lenguajes del arte total ciertos enigmas de la esencia humana. Por eso ciudadanos de todos los puntos de la rosa de los vientos esperan hasta diez años para conseguir una localidad...