A Jorge L. E. Velasco

En el blog del escritor Muñoz Rengel se suscitó hace unos meses una interesante controversia acerca de Jorge Luis Borges a raíz de las declaraciones de la diputada argentina María Lez anunciando el proyecto de trasladar a Argentina los restos mortales del escritor desde el cementerio de Plainpalais (Ginebra), donde descansan en la tumba 735, aderezada con dibujos e inscripciones que remiten a la sabiduría de Borges acerca del inglés antiguo y las sagas nórdicas. Bajo la leyenda "And ne forhtedon na" (que Juan Jacinto Muñoz Rengel atribuye a un poema épico del siglo X y que podría traducirse como "y que no temieran" o "y que no tuvieran miedo") reposan las cenizas del autor de El Aleph y, según cabe deducir de algunas páginas por él escritas, no en contra de su voluntad. Pero a los políticos y a los fetichistas les encanta remover los restos de los muertos ilustres y traerlos a su país para ponerse la medalla correspondiente y armar una celebración fúnebre anotándose el éxito de un retorno que nadie, salvo su exacerbada vanidad, exigió.

Autores hay que viajaron más de muertos que de vivos. Uno se pregunta qué sentido patriótico tendría a estas alturas repatriar, por ejemplo, los restos de Oscar Wilde, de César Vallejo, de Samuel Beckett, de Jim Morrison o de Julio Cortázar (por hablar de fallecidos que reposan en los cementerios de París) y mandarlos de regreso a Irlanda, a Perú, a Estados Unidos o a Argentina. Cabría plantearse aquí cuál es la patria de cualquier persona: si el lugar en el que nace, si el lugar en el que vivió, si el lugar en el que murió. Es cierto que con frecuencia la muerte nos sorprende en un sitio en el que no desearíamos haber muerto pero si el azar nos tiene guardada esa trampa final, acaso no estaría mal respetarla. Pero en el caso de los muertos ilustres el asunto se encona y hay quien apela al pasaporte para establecer dónde debe descansar el cadáver o certificar su nacionalidad cuando, en realidad, esas personas pertenecerían (en el caso de Borges) a la literatura universal más que a la literatura argentina.

Muñoz Rengel apela a la pasión de Borges por las sagas escandinavas y a algunos fragmentos de sus obras (como Ulrica, según Muñoz Rengel el único relato de amor de Borges) para establecer el deseo del argentino de reposar donde María Kodama lo decidiese. Supongo que habrá interpretaciones para todos los gustos pero lo que sí resulta evidente, sin entrar en consideraciones de naturaleza casi cabalística, es que Borges escribió en Los conjurados (en el poema que lleva el mismo título del libro) unos versos que pueden dar indicios de su deseo de ser enterrado en Ginebra. Al hablar de los cantones, señala: "El de Ginebra, el último, es una de mis patrias" y más adelante consigna: "Acaso lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético". Y en ese mismo fragmento pergeñó una frase que se debería tener en cuenta: "Han tomado la extraña resolución de ser razonables", asunto que no parece importarle en exceso a los políticos a la hora de rapiñar como hienas las osamentas de sus venerables compatriotas. Si no sobreviene un accidente que estipula la muerte de una persona lejos de donde realmente desearía morir, deberían respetarse esas últimas patrias que ellos mismos eligieron. Para quienes amamos, en este continente, la literatura de Borges, analizándolo desde un punto de vista egoísta, siempre nos queda más a mano Plainpalais que La Chacarita; en el caso de Julio Cortázar no nos resulta tan distante Montparnasse como en la Recoleta.

Por otra parte, en el espléndido e imprescindible libro de Colm Tóibín Nuevas maneras de matar a la madre (Lumen, 2013) el autor irlandés aporta dos pruebas contundentes acerca de los últimos deseos de Borges en el capítulo titulado Borges: un padre a la sombra. Escribe Tóibín: "El 16 de octubre (1985), en una entrevista a un periodista suizo, expresó (Jorge Luis Borges) su deseo de convertirse en ciudadano de Suiza y morir en ese país". Y más adelante apunta lo siguiente, cuando las lenguas arteras insinuaban, o manifestaban sin tapujos, que la estancia del escritor argentino en Suiza se debía a las malas artes de María Kodama (el viejo mito de la mujer perversa: Yoko Ono o María Kodama: el lugar común de siempre en una historia escrita por los hombres): "Unas semanas antes de morir, en una carta dirigida a la agencia española Efe, pedía que lo dejasen en paz: 'Soy un hombre libre. He resuelto quedarme en Ginebra, porque Ginebra corresponde a los años más felices de mi vida. (?) Me parece extraño que alguien no comprenda y respete esta decisión (?)'"

Y si todo ello no fuera aval suficiente para el postrer deseo de Borges, la elección de la última patria, deberían bastar estos versos correspondientes al poema Qué será del caminante fatigado: "¿En cuál de mis ciudades moriré? / ¿En Ginebra, donde recibí la revelación / no de Calvino ciertamente / sino de Virgilio y Tácito?" En varias de sus memorables páginas, Jorge Luis Borges va dejando indicios y señales que no resultan difíciles de interpretar y, parafraseándolo, parece extraño que alguien, el político de turno, no comprenda y respete semejante decisión; en todo caso, si no la comprende, categoría casi inseparable de la actividad política, al menos que la respete.

En cualquier caso, de nada sirve que repatríen los restos de Borges o de Vallejo o de Beckett o de Cortázar o de Stevenson en un mero acto de patriotería fetichista: la importancia de esta gente estriba en que, reposen donde reposen, sigamos abriendo sus libros y de esa forma resucitarlos aunque sólo sea durante ese tiempo que dedicamos a la lectura de sus páginas. Investigar la obra de Borges y tratar de hallar en ella indicios de dónde desearía reposar definitivamente, nos introduciría en un laberinto inextricable ya que las alusiones del argentino son múltiples y cualquier lugar del mundo podría ser su última patria, laberinto o biblioteca.