Opinión

El gusto según Montesquieu

Charles-Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu, perteneciente a la nobleza togada, que ejercía de guardiana de la ley en la Francia del siglo XVIII, es celebrado entre nosotros por ser el autor del famoso libro ‘Del espíritu de las Leyes’, donde, entre otras cosas, patrocina la conocida teoría de separación de poderes –tantas veces invocada en estos días–, aunque es de justicia reconocer que el germen predecesor corresponde a Locke. Pero esta obra que le dio fama universal no es, ni mucho menos, la única. Al margen de trabajos realizados como miembro de la Academia Real de Ciencias de Burdeos, a cada cual más curioso –‘Discurso sobre la causa del eco’,‘Discurso sobre el uso de las glándulas renales’, ‘Observaciones sobre la historia natural’– fue autor de otras obras como la conocida ‘Cartas persas’, o la menos conocida novela ‘El templo del Gnido’. Requerido por D’Alambert para escribir con destino a ‘La Enciclopedia’ los artículos correspondientes a las entradas Democracia y Despotismo, Montesquieu rehusó el encargo, pero le ofreció hacerlo sobre el gusto, tema que le venía interesando desde su juventud y sobre el que conservaba algunos apuntes. Lo escrito sobre esta materia figura en el tomo VII de ‘La Enciclopedia’ y fue incorporado después de su muerte. Hoy se edita separadamente bajo el título ‘Ensayo sobre el gusto’, oportuna lectura para un tiempo donde el mal gusto ha ganado puestos y adeptos tanto en la vida cotidiana como en algunos programas de televisión. La horterez –genuina expresión del mal gusto– y la chabacanería hacen piña con la bastedad y la ramplonería. Y por ahí andan, sueltas y sin bozal.

Pero ¿qué es eso del gusto? Montesquieu dice que es “la prerrogativa de descubrir con sutileza y con facilidad el grado de placer que cada cosa debe procurar a los hombres”. Si dice prerrogativa es que está concibiendo el gusto como atributo que no se prodiga, no general o común, sino limitado, propio solo de algunos escogidos dotados de la sutileza precisa para conocer cómo y en qué medida despertar el deleite en las personas.

“El gusto, como otras muchas propiedades del ser humano (el genio, el buen sentido, el discernimiento), tiene su sede natural en el espíritu”

El gusto, como otras muchas propiedades del ser humano (el genio, el buen sentido, el discernimiento), tiene su sede natural en el espíritu. Porque, según el mismo Montesquieu, la fuente de lo bello y de lo bueno está en nosotros mismos. Siendo así, debemos concluir que es preciso actuar tempranamente sobre el espíritu para que el buen gusto eche allí raíces. Ello es sumamente difícil en espíritus de natural obtusos que adolecen ab origine de una atrofia espiritual que el paso del tiempo se encarga de esclerotizar. El hortera no aprende, mimetiza dentro de su especie. Se nutre de sus propias raíces tribales y no es capaz de salir del círculo vicioso en el que su bastedad y rudeza le tienen atrapado. ¡Triste destino! 

También hace notar el ilustre barón que de las cosas que nos producen placer por su utilidad decimos que son buenas, pero de aquellas con las que sentimos placer sin utilidad decimos que son bellas. De donde habrá que colegir que solo de lo bello sin utilidad podemos predicar la belleza verdadera; lo apreciamos porque nos emociona, no porque nos sirva. Servir para algo implica la idea de servidumbre, y toda servidumbre supone siempre carencia de autonomía, es mera adherencia subordinada y funcional. La utilidad plebeyiza en cierto modo a la belleza; solo lo bello es auténtica y luminosamente bello cuando carece de utilidad. 

Todos conocemos personas que están dotadas de una innata sensibilidad tanto en la percepción como en la disposición de lo bello y elegante; es como un sexto sentido, como una fragancia inevitable que emana de su espíritu, de igual modo que, por ejemplo, hay personas de cuerpo por naturaleza grácil al andar, de movimientos airosos, llenos de armonía. Consciente de ello, distingue Montesquieu entre el gusto natural y el adquirido. El primero no es un conocimiento teórico, sino que consiste en “la aplicación rápida y refinada de unas reglas que incluso ni siquiera se conocen”. El gusto adquirido, por su parte, deriva de “todos los preceptos que podemos proporcionar para formar el gusto”. El primero vendría, pues, a ser un instinto, una emanación o impulso ingénito que no responde a reglas concretas o a normas aprendidas; es, simplemente, la aplicación o expresión de ese impulso; el gusto adquirido, sin embargo, resulta del aprendizaje de determinadas normas. De todos modos, creo que esta adquisición requiere de un hálito de fineza, germinal y primigenia, en la persona; nada se puede hacer con quien, cernícalo de capirote, carezca de él; es más, en ese gremio no faltan quienes, en el colmo de paradójica soberbia, hacen gala de su ramplonería. Y como muestra de esa fatuidad, rehusarían leer tan singular obra del barón de Montesquieu. Y me temo que lo mismo harían con este artículo.

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