LE FUMOIR

Baiona, circa 1983

Javier Puga Llopis

Javier Puga Llopis

Lo escribo con “i” por el qué dirán, pero lo cierto es que en mi cabeza se escribe "Bayona", en griego y no en latín. Siempre esa confusión con la de Francia, la de las “Abdicaciones”, que mucha gente no acaba de situar en el lado correcto de la frontera. Aquí, en la española, nació mi padre, y aquí tenía una fábrica de conservas mi abuelo, frente al mar.

A la fábrica se la llevó por delante la crisis del petróleo y en sus terrenos construyeron, al nacer los 80, unos bloques de apartamentos de burgo de la parte más horrenda de Bretaña. Son grises, como aquella España entre dos tiempos, de un hormigón pornográfico que se lleva mal con el sol de agosto. La vida en su interior seguramente transcurre en blanco y negro, en divino castigo por la atrocidad cometida, y los edificios parecen querer tirarse al mar, como en una escollera, pero nunca acaban de hacerlo. Llevan nuestro nombre en sus anodinos portales, un blasón mesocrático, y uno se dice que lo feo no tiene solución, salvo la piqueta y el renacimiento.

Bayona y Galicia son un milagro de la naturaleza que ha sobrevivido a las puñaladas arquitectónicas del homo sapiens y a un galaico sentido del feng-shui tan particular como jodido. El paisaje forja el carácter del hombre, antes de que éste se rebele contra él para transformarlo, de modo iconoclasta y feroz, como quien mata a un padre, quizá precisamente porque no nos gusta cómo somos y necesitamos pagarlo con el entorno. Pese a todo, hay pocos sitios más bonitos que éste, con ese Atlántico contenido en la taza que va desde el castillo a Monteferro, con las Cíes como guardianas -lejanas y cercanas- de lo idílico de una bahía en Panavision.

De este Villa recuerdo de niño dar paseos por la calle de Elduayen cuando mi abuelo -ya sin fábrica- nos llevaba a todos “a tomar café a Bayona”. Era como un Kaiser depuesto de visita en Pomerania. La gente le saludaba al pasar. Es el único sitio donde hemos sido alguien y donde todos mis mayores fueron felices. En esas visitas, tan espontáneas como melancólicas -ay, ¡el tópico cierto!- había una voluntad algo proustiana de buscar el tiempo perdido y de transmitírnoslo a nosotros, como si la felicidad se pudiera recuperar desempeñándola en el Monte de Piedad.

En esos paseos de la memoria recuerdo el repiqueteo de los tacones de mi abuela y mirar de reojo “las calles de dentro”, donde no nos aventurábamos, pues de noche estaba lleno de yonkis y no era cosa de ver para los niños, lo que azuzaba mi curiosidad. Fue la primera vez que vi a un chaval con una jeringuilla en el brazo. El bullicio que se adivinaba a unos metros quedaba vedado a nuestra vista, como en una celosía, y aquella calle empedrada era de pronto la caverna de Platón, un baile de sombras donde se interpretaba la vida y la muerte y aquella “Movida” que tuvo en Vigo y alrededores su segunda capital.

Aquellas dos calles paralelas eran la historia de dos ciudades. En su faz, el paseo señorial, derecho y pequeñoburgués, remedo chico del de Miraconcha o del de María Pita, que competía en belleza con el mar pero perdía siempre la apuesta. Unos pasos más allá, su envés, “Vinos”, una rúa que nadie sabe cómo se llama, tortuosa y llena de pecado, bacanal donde todos los vicios tenían bula municipal. En Elduayen la gente paseaba en familia y tomaba helados en “Gamela” y llevaban el jersey puesto por el relente y el pudor del norte. Como mucho alguno con pinta de “empresario” se cascaba un whisky en “Cerchas” después de cenar y pagaba la ronda de sus escuchantes, haciendo brillar su Rolex. Vinos, en cambio, era una bombonera en fiestas donde no se podía andar, un Carnaval celta donde la gente tomaba tazas y “Minis” y probaba la “fariña” por primera vez.

En Elduayen se hablaba bajito, y en Vinos a voz en grito. De vez en cuando, algún beodo feliz era expulsado de ese Infierno de Dante y aparecía, como por ensalmo, en esos Campos Elíseos biempensantes de provincias. Su cara era todo estupor, la del que aparece desnudo a la salida de Misa de doce dando gritos contra el clero. Antes de que le diera tiempo a hacer examen de conciencia, corría de nuevo calleja adentro, tapándose las vergüenzas con las manos y sin dejar el botellín, para no tener que redimir pecado alguno.

Más allá de esas memorias tan lejanas como vivas, los veranos se sucedieron siempre como una bonita imitación de sí mismos, entre la playa -elegir playa en Bayona no es cosa menor-, los fuegos de la Anunciada cayendo sobre el mar, los billares en el “Atlanta” y las excursiones nocturnas a “La Recta”. Los “veraneantes”, como se decía antes, nos esforzamos en cumplir con el guion previsto, pues nos encanta ser animales de costumbres, y así, cuando conseguimos romperlas, nos gusta creer que eso, y no lo otro, es la vida. Y en medio de esa placidez estival, de ese buen tiempo que todos nos tenemos callado, cuando entra niebla vamos a Valença a comprar toallas y tomar café, que en Portugal siempre fue bueno, y allí hablamos todo el gallego que no hablamos en Galicia, y creemos que viajamos, y volvemos corriendo al atardecer para ver y ser vistos por Elduayen, mientras las proas de las barcas deciden si mañana hay playa o no.

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