Inventario de perplejidades

De la tauromaquia como arte

José Manuel Ponte

José Manuel Ponte

Todos los años, coincidiendo con la madrileña feria de San Isidro, el escritor levantino Manuel Vicent publica una columna en la que reitera el horror que le provoca “el sangriento espectáculo” de las corridas de toros. Que no son solo aquellas interpretadas por “matadores” profesionales y, por tanto, sometidas a reglamentación y control de las autoridades sino también aquellas en las que los “españolitos de a pie” (nunca mejor dicho) se lanzan a correr insensatamente por las estrechas calles del “casco viejo” de su pueblo perseguidos por uno o varios toros bravos.

En diversos grados de embriaguez pero, en cualquier caso, sin la agilidad necesaria para librase de una cornada. Y todas nos ofrecen imágenes de un hombre, o varios, heridos leves.

De las ventanas de los edificios del recorrido suenan gritos de horror y en su caso de alivio si el empitonado empieza a mover brazos y piernas para acreditar que, milagrosamente el empitonado, aún está vivo.

“Los toreros modernos han derivado a faenas aburridas e interminables ‘pegapases’”

La prosa con la que Vicent describe la carnicería del toro desde que aparece en la arena de la plaza hasta que, ya muerto, es arrastrado por las mulillas camino del desolladero es lujosa y cautivadora. Aunque no nos ahorra la crueldad de la tortura de que es objeto el toro, que empieza por perforarle el morrillo y alrededores, con una brutalidad extrema en la suerte de varas con la intención de restarle fuerza al animal que, de otra forma, sería ilidiable. Siguiendo las instrucciones del “maestro”, el “picador” suele administrar el castigo hasta el límite de dejar al toro con la fuerza necesaria para mantenerse sobre las cuatro patas. Aunque no faltan toreros (muy medrosos) que ordenan extremarlo para justificar la apatía ante los tercios restantes. Que empiezan por banderillas, cuya supuesta utilidad consiste en clavar, a pares, unos vistosos garapullos en el lomo (o donde mejor caigan) para avivar el ostensible decaimiento de lo que hace unos minutos era un hermoso semoviente de cuatro o cinco yerbas.

Y siguen con la faena de muleta o de preparación para la muerte. Si el estado de salud del toro lo permite y el torero es artista (los taurinos tienen la osadía de opinar que la tauromaquia es una actividad artística con independencia de haberse iniciado en las carnicerías). Una interpretación que los animalistas califican casi de obscena por mucho que los lujosos “trajes de luces” de los ejecutantes nos pudieran confundirlos con unos bailarines de un extraño ballet con resultado de muerte.

Los toreros antiguos (Pepe Illo y Paquiro), que dejaron escritas dos Tauromaquias imprescindibles, referenciaban el éxito de una faena en habilidad y rapidez parar montar la espada y luego hundirla así hasta la empuñadura, de suerte que el toro saliese muerto de la mano de su torturador. Los toreros modernos, en cambio, han derivado a faenas aburridas e interminables “pegapases”. Quedamos a la espera del artículo de Manuel Vicent.

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