En la ribera oriental del Eo hablan gallego, igual que en la occidental. Tengo un amigo, Benito, panadero en Figueras, ayuntamiento de Castropol, Principado de Asturias, que solo habla gallego. Como siempre se hizo y sin que nadie le diera jamás la más mínima importancia. Desde la Real Academia Galega han pedido al presidente asturiano que la reforma de su estatuto de autonomía recoja la cooficialidad del gallego –eonaviego en este caso– en pie de igualdad con el asturiano y el castellano. El interpelado ha contestado en redes sociales: “Nadie nos dirá, desde cualquier otra comunidad y por mucho respeto que les tengamos, lo que tenemos que recoger en nuestro Estatuto”. Unos y otros parecen haber cumplido su misión. Por el momento, al menos.

En Figueras, desde un lugar y en un espacio inverosímiles, el astillero Gondán construye barcos para todo el mundo. En 2025 cumplirán cien años allí. En estos lugares, en el norte me refiero, la tradición familiar es cosa seria y tiene profundas raíces. Hace escasos meses pujaron hasta el final por hacerse con las gradas del astillero vigués Hijos de José Barreras. Prometían mantener la integridad de la plantilla. La jueza, a tenor del informe del administrador concursal, obvió los compromisos laborales y prefirió el dinero de su competidora.

El paisaje gana relieve y profundidad cuando se humaniza, cuando en los lugares somos capaces de colocar un nombre, una historia o un poema. Hay cientos de investigadores rastreando las aldeas de Galicia levantando acta de las microtoponimias. Representan éstas una capa más en el hojaldrado sedimento que la historia ha ido depositando sobre el territorio. Un roquedo, una fuente, la vuelta de un camino, un particular alineamiento del terreno o el sonido que las olas producen al estallar contra una roca en la costa –la Bombardeira en Baiona– son hoy preciado material de un patrimonio que desaparece con la muerte de los mayores.

Sobre esta capa de los lugares –de alguna manera había que denominarlos para podernos entender-– se ha construido también la memoria, más subjetiva y flexible, de las huellas que las personas han dejado en el paisaje. La de los astilleros Gondán, en la ría del Eo o de Ribadeo, sin duda alguna. Pero, ¿y la de Raimundo Ibáñez, titulado Marqués de Sargadelos?.

La noche del 2 de febrero de 1809 será quizá la más oscura en la historia de Ribadeo. Una turba de vecinos, al parecer espoleada por la nobleza local y los eclesiásticos, linchó hasta la muerte al comerciante e industrial Ibáñez. Lo mataron no por rico sino por moderno, dice Gregorio Morán. En la escalinata de su casa, hoy sede del consistorio, la figura en bronce del marqués no se sabe si sale a saludar alborozadamente a quien llega o en realidad trata de ganar la calle para huir antes de que sus propios vecinos lo vuelvan a ultimar. Sobre el dulce paisaje de Ribadeo, en sus solitarias calles que bajan hacia el puerto, es fácil sentir un estremecimiento por el destino del marqués.

A quien sí aprecian sinceramente en Ribadeo es a Leopoldo Calvo Sotelo, aquel señor tan serio, percibido como distante –quizá por tocar el piano y hablar varios idiomas– y que llegó a circunstancial presidente del gobierno. En el barrio de Guimarán, sobre el puerto, se hizo construir una casa para no faltar durante los veranos. El marquesado de la Ría de Ribadeo con que fue significado, reconoce “la prudencia con que ejerció la presidencia y el alto sentido de responsabilidad”. A lo largo de los años he leído sus libros autobiográficos, llenos de fino humor y buena prosa. Sus hijos acaban de publicar una recopilación de sus poemas, “Poesía en la tangente”. No sería la lírica la mayor de sus cualidades, pero la facilidad versificadora le daba para algunas letrillas. Por ejemplo, ésta dedicada a Pío Cabanillas en papel timbrado del consejo de ministros: “¿con su lío/ y sus follones/ que coj.../ querrá Pío?”.

Despido Ribadeo y su ría desde la desierta y bellísima atalaya de la capilla de la Santísima Trinidade. Desde 2011 gobierna aquí el BNG con mayoría absoluta. Quizá Ribadeo, junto a Allariz, Pontevedra y Tomiño, pueda completar el póker de ayuntamientos bien gestionados por los nacionalistas.

Enfilo la A-8 con destino Mondoñedo. La legión de cunqueirianos que frecuentamos el universo sin límites del autor de Merlín y familia no dejamos pasar la oportunidad de visitar sus paisajes más íntimos. En ausencia de librerías o tienda en la casa-museo, la oficina de turismo hace las veces de depósito del inmenso legado literario del prolífico fabulador. Los libros de Cunqueiro se mezclan con los deliciosos carteles de las fiestas de San Lucas y estos con el rosetón de la catedral de la Asunción. El canto del cuco que habita en el Bosque de Silva y que guardan en un rincón de la casa familiar, trae el recendo de las manzanas, quizá de Santo André de Masma, y del mundo fértil, circular e inabarcable del melancólico Álvaro Cunqueiro.

Un país no es casi nada sin sus poetas, sin los creadores que saben sintetizar con palabras, con sonidos, imágenes o colores el alma de sus hijos. Galicia, junto con Irlanda, cuenta con el mayor censo de mediadores facultados para acceder a lo escondido entre los pliegues de los dictados de la razón y la imaginación soñadora, lo percibido y lo intuido, el universo explicado y los misterios de la naturaleza y el trasmundo, tan presentes en la tradición celta.

En esta amplia espiral que dibuja mi viaje por Galicia, llego una vez más a Vilar de Donas, junto al camino a Santiago, todo silencio y brisa fresca de los prados y las carballeiras. “A época románica –escribió Otero Pedrayo– significa a completa cristianización de Galicia, e os seus monumentos conservan o anhelo incomparablemente mozo daquela primavera”. La iglesia de San Salvador, en el Vilar, no desdice la glosa abarcadora de don Ramón.